He quedado con Koldo en esta plaza un quince de julio, a la sombra de la terraza del Café Iruña. A estas horas, primeras de un tarde de sol de fuego, la ciudad yace muerta tras la convulsión sanferminera. El suelo todavía está pegajoso y de todos los rincones llegan efluvios de orines y vomitonas, a pesar de los esfuerzos de varios equipos de limpieza que, disfrazados de verde, dan vueltas sin fin a la plaza.
Koldo –un Koldo de los de siempre que nunca se llamó Luis– es historiador y ha hecho lo que él llama una “arqueología de los sanfermines” porque siempre le extrañó que bajo un régimen tan autoritario como el franquista –“¡el Régimen”!– se permitiera tamaño desmadre colectivo como las Fiestas de San Fermín, unas fiestas que convertían a Pamplona en una ciudad sin ley durante ocho días al año. Koldo dice que la clave de todo está en la Cruz Laureada de San Fernando que le fue otorgada a Navarra “por su contribución al Alzamiento Nacional de 1936”.
Esta Cruz, continúa Koldo, sirvió a la derecha (sobre todo carlista) navarra para hacer de su capa un sayo y, poco a poco, gentes como los Baleztena, los Pérez Salazar o el mismo Maestro Bravo, fueron diseñando toda una parafernalia festiva que incluía canciones como el “Uno de enero”, el uniforme blanco con el pañuelo rojo o la ceremonia del cohete el día seis de julio. La derecha impuso a lo largo de los años su modelo sanferminero hasta el punto de que hoy parece el de toda la vida, y cuando el modelo se torció políticamente, como en 1978, no dudó en sacar de nuevo las armas a la calle, desalojando a tiros la plaza de toros (Vaya aquí un recuerdo para Germán Rodríguez, compañero de clase en los Hermanos Maristas, asesinado de un balazo en la cabeza).
Yo escucho a Koldo atentamente porque veo que se ha ido enfadando mientras me participaba sus hallazgos. Todo su relato ha tenido algo de trágico, sobre todo por lo inevitable. Pedimos otro pacharán con hielo que nos sirve un camarero medio dormido y él saca a la luz personajes que todavía pueblan el callejero pamplonés como González-Tablas, o Lucio Arrieta, miembros de la famosa “Escuadra del Águila” que capitaneada por José Moreno, dueño en su momento del Hotel La Perla, fusiló a un buen número de convecinos. “Por no hablar del luego eximio arquitecto Víctor Eusa, del panadero Taberna o del ínclito Conde de Rodezno…¡ toda un pandilla de fascistas!”.
El pacharán hace su efecto retardado y Koldo se serena. Yo no digo nada porque mi primer apellido circula entre los fascistas aunque el segundo me arme de razones republicanas y nacionalistas: así fue y así es Navarra. Algunos, muchos creo yo, somos hijos de las dos partes que en su momento helaron los corazones. Pero ser los hijos (o los nietos) no tiene por qué significar asumir ninguna culpa. Ni tampoco expurgarla. Eso ya lo dejó muy clarito, a la contra, el amigo Nietzsche.
Un viento flojo, denso y mal oliente, me aparta de mis pensamientos. Koldo se ha dormido, A mi izquierda se abre una ventana en el Hotel La Perla y asoma por ella un barbudo que parece la reencarnación de Ernest Hemingway. Saluda tímidamente y yo le devuelvo el saludo.