Los otros
Es falso, radicalmente falso. Estalla el aire, se abren los portones y aparecen los protagonistas, atropellados y espídicos porque el instinto les espolea. Falso.
En los instantes previos caminaban confiados como el que hace tiempo fumando un pitillo, deambulaban sin miedo por el recinto seguro, pero al ver la rendija que se ensancha, el estrecho segmento que crece como una gran boca se lanzan como locos hacia el hueco porque se ha echado el puente que une su refugio con el exterior, donde están los otros.
No hay consignas ni colectividad que valgan. ¡Sálvese quien pueda!
El asfalto ascendente es una huida hacia ninguna parte que prefieren a quedarse acurrucados en un recodo de los corralillos. El nervio libera sus tripas, les hace resbalar, doblar las manos y caer una y otra vez sobre el suelo viscoso y sus propias heces. Los espumarajos se cimbrean como colgajos que rozan las comisuras en cada vaivén. Los ojos chiquitos y feos se agrandan un poco para captar la presencia de sus depredadores. Ellos les pueden ver.
El recorrido serpentea y ellos escapan, tratan de salir de ahí como sea, porque sienten el paso firme y voraz de los otros a poca distancia, prácticamente encima, y ese terror embrionario, primigenio, ese terror infantil puro les hace perder el rumbo y el paso y chocar contra los listones de madera de las dos grandes curvas del recorrido. Revoltijo, masa negra amorfa, mazacote de carne, sudor y jadeo impúdico, apelmazamiento que queda humillado en la esquina de esa curva empapada de los deshechos de la madrugada.
Para ellos todo lo que transcurre alrededor es tan accidental como inane: muñequitos tontos y baladíes que apenas corretean, si acaso solo caminan a su alrededor –ya correrían ya, si el pánico les tuviera agarrados por el cuello como a ellos–. Gritos estúpidos, jaleo y expectación desequilibrados. Y muñequitos, muñequitos tontos y latosos como moscas, que dan saltitos, se adhieren y se caen y se tiran…
Los otros están a punto de darles caza. Ellos notan el hostigamiento pegado a su piel zaina o colorada, deben correr más. Sprint descerebrado con los otros, poderosos y salvajes a punto de acabar con ellos.
De vez en cuando alguno se queda rezagado porque no es tan veloz o le atenaza la tensión. Resultan ridículos sus intentos por despegar del suelo grávido y áspero. Entonces los otros le rodean y le vacilan, juegan con él, por eso se mueve como un mastuerzo ridículo adelante y atrás, con derrotes derrotados que no suponen amenaza para los otros ni pretenden a los muñequitos.
Nadie los ve aunque estén ahí, pegados, quemando con su aliento los rabos que se aprietan como una cuerda deshilachada contra la hendidura que media entre los lomos. Nadie los ve, pero son reales y en el pequeño túnel que precede al claro que se abre al final aprietan un poco más el gesto y la intención, para que ellos sientan que están a punto de ser masacrados.
Los portones abiertos acogen la llegada desbocada y moribunda. Su cierre escupe de golpe gran parte de la angustia e impide el paso de los otros.
Nadie ve a los perseguidores porque todas las miradas se centran en ellos y no en los otros, porque el paroxismo cubre la ciudad y sus gentes como una lluvia fina, cegando al observador, convirtiendo a los otros en invisibles e insondables criaturas.
Una mañana más los otros se han divertido persiguiendo e intimidando, gozando de la inigualable sensación de poder que da causar el miedo absoluto. Solo les queda aguardar hasta el día siguiente. Entretanto se mezclan con la gente y se divierten causando efectos por las calles, las plazas, los bares…