Dos artistas jóvenes andan atareados en el mismo tiempo, pero en distintos espacios, de mil novecientos treinta y tantos, cada uno mirando la realidad a través de su cámara fotográfica, con la misma actitud de curiosidad y entrega. No se conocen, ni siquiera saben el uno del otro. Sin embargo, ambos coinciden en fotografiar de igual forma las mismas cosas del mundo.
El artista vasco Nicolás de Lekuona y el mejicano Manuel Álvarez Bravo se iniciaron en la fotografía siendo apenas unos adolescentes, y desarrollaron sus primeras capacidades, tanto estéticas como poéticas, de manera intuitiva, haciéndose además con unas técnicas fotográficas de forma más bien autodidacta, que en el caso del aún joven Lekuona quedaron apenas sin evolucionar por su prematura muerte (1913-1937), mientras que en Álvarez Bravo se desarrollaron de forma completa a lo largo de su dilatada vida (1902-2002) .
Ambos artistas tuvieron la oportunidad de vivir en sus años de juventud en países en plena ebullición, el País Vasco y el México de los años veinte y treinta del siglo XX. Aquellos años que, además de ser importantes en lo social, también lo fueron y mucho en lo artístico. Una época en la que las corrientes artísticas europeas, difundidas por libros y revistas, fueron conociéndose en ambos países: el cubismo, el dadaísmo, el surrealismo, el expresionismo, el futurismo, el neoplasticismo, el suprematismo, el constructivismo… En definitiva, ambos conectaron a la perfección con las sensibilidades más avanzadas de su época, entendieron la modernidad en y desde la fotografía, y supieron aprehender sobre la imagen fotográfica y aprovecharse del material gráfico que aparecía en las publicaciones, tanto en libros como en revistas de aquella época.
También sus obras asimilaron pronto la influencia de la pintura y del cine. Álvarez Bravo realizó estudios de pintura antes de decidirse por la fotografía, y más tarde, en la década de los cuarenta, colaboró en varios rodajes con directores tan destacados como Sergei Eisentein, John Ford y Luis Buñuel, y fue, él mismo, realizador de un largometraje y varios cortometrajes. Nicolás de Lekuona, además de fotógrafo, también fue pintor y dibujante, realizó los estudios de aparejador y creó fotomontajes con las imágenes que recortaba de revistas y de sus propias fotografías, demostrando en cada faceta artística una gran capacidad visual para lo cinematográfico. Existe incluso un borrador para el guión de una película que se iba a titular Las cosas solas.
Evidentemente, personas sensibles y con un gran deseo de aprender, como lo fueron Nicolás de Lekuona y Manuel Álvarez Bravo, de todos aquellos acontecimientos y artistas –ambos reconocieron la importancia de la obra de Picasso como una de sus primeras influencias– comenzaron a extraer sus propias conclusiones. Pero lo más importante para nosotros es que, impregnados por todos aquellos movimientos del exterior y por tal cantidad de opiniones ajenas, ambos artistas lograron sintetizar todas aquellas influencias y aplicarlas a sus trabajos de entonces, pero sin caer en una representación y expresión miméticas, sino que manteniendo firmes sus criterios y sus visiones sobre la vida y sociedad de sus respectivas culturas, aplicaron todos aquellos conocimientos a sus propias maneras de ser. Y más importante aún es comprobar cómo la obra que ambos artistas realizaron durante la década de los años treinta, en lugares y culturas tan diferentes, nacieron de la misma mirada poética, y de una igual forma de hacer fotografías.
En efecto, hay dos factores que se repiten en ambos artistas, y que son determinantes en cada una de sus obras: la apertura y amplia visión hacia las influencias de artistas y movimientos culturales que venían de fuera de sus países, y su capacidad para no perder nunca de vista la realidad inmediata. En Álvarez Bravo esa realidad era la mexicana y en Lekuona era la vasca. Ambos las representaron y expresaron a través de sus paisajes y de sus gentes, y tanto el mexicano como el vasco supieron retratar en escenas de personajes y objetos de la vida cotidiana.
Sin embargo, lo que definitivamente relaciona ambas obras es que los dos artistas, a pesar de las diferencias culturales y geográficas, tuvieron la misma intuición creativa y mirada poética. Lo que hace memorable sus fotografías, no es la imagen, sino la forma de mirar la realidad, es decir, y en un sentido más radical, de captar el misterio de lo real a partir de un mismo tratamiento estético y visual de la muerte. Y cuyos trabajos de entonces destacan por la belleza y la sencillez característica de la fotografía en blanco y negro, coincidiendo realmente en temas y encuadres, incluso, en el tratamiento poético de la imagen, que suponen las escenas de muerte y violencia mostradas con crudeza en una parte fundamental de sus obras, como lo atestiguan las propias fotografías que realizaron respectivamente en aquella época. Ejemplo de ello son obras como “Obrero en huelga asesinado” (1934) y “Sin título” (febrero de 1937), como “Maniquíes sonrientes” (1930) y “Examen de conciencia” (1935), como “Día de Todos los Santos” (1933) y “Sin título” (Autorretrato. Al fondo, Virgen medieval de Oteiza, sin fecha y adscrita a 1934), entre otras.