El gypsy jazz es uno de esos mágicos inventos de la cultura europea del siglo XX. En él confluyen tradiciones musicales de ambos lados del Atlántico que se amalgamaron gracias al inverosímil guitarrista Django Rinhard, un gitano de bigotito perfilado y pose de dandy a quien le faltaban varios dedos, pero no un deslumbrante virtuosismo y una capacidad innata para componer. La guinda la puso otro venerable músico, el violinista Stephan Grappelli. Ambos se encontraron en ese París prebélico de espías en blanco y negro y cafés sin hora de cierre, donde crearon su famoso quinteto en el Hot Club.
El género sobrevivió a sus mentores y se esparció por muchos rincones de Europa (hay grabaciones desde Estocolmo hasta Milán pasando por Bruselas) y Estados Unidos. Y continúa activo y fiel a sus cánones originarios. Hace unas semanas, por ejemplo, calló en mis manos Vino y pasteles, el disco que la primavera pasada publicó El síndrome de Stendhal, cuarteto afincado en Vitoria (Javier Antoñana, guitarra solista; Nika Bitchiashvili, violín; Pedro Salazar, contrabajo; y Enrique Loyola, guitarra).
He testado el disco entre varias personas de confianza y todas han exclamado lo mismo: ¡qué bonito! Guitarras, violín, contrabajo y algunos instrumentos adicionales son el soporte para las composiciones de Antoñana, que abarcan todos los registros del género. Los temas vertiginosos tocados a velocidad endiablada se combinan con los evocadores pasajes del violín de Bitchiashvili, quien sube y baja, entra y sale de los oídos, busca las revueltas de la melodía para llevarnos a través de esa Europa nómada, de carromato y verde planicie, que ya no existe. Es hermosa esta música: sensual y melancólica, alegre y acogedora… Música de nómadas y desplazados que se afincó en las grandes ciudades para deleite de bohemios en las noches estrelladas.