No deja de sorprender que una de las dos películas con más nominaciones este año para los Oscars sea The Artist. Y no digo esto porque crea que la cinta carece de calidad. Sé que estas nominaciones, como cualquier otro premio, son una suerte de lotería, que poco tiene que ver con los valores de la obra, y más con el sistema de promoción o la cantidad de dinero que se hayan gastado los productores en su colocación en las salas u otras actividades ajenas a la propia película. Si echamos la vista atrás, veremos cómo cintas de incuestionable calidad fueron relagadas al limbo de los segundones porque el jurado prefirió destacar las virtudes de otros filmes. De ahí que La huella, de Joseph L. Mankiewicz, se fuese de vacío en 1972, desplazada por El padrino y Cabaret —ni siquiera había sido nominada a mejor película, pero sí en el apartado de mejor director y de mejor actor: Michael Caine y Lawrence Oliver—; o que Mistic River, cuyos dos actores principales esta vez sí fueron premiados, se quedara sin la estatuilla al mejor director o a la mejor película porque había que reconocer el esfuerzo creativo de la tercera parte de El señor de los anillos, y de paso premiar la grandiosidad de toda la trilogía. Y no digamos aquel año en que prefirieron sacar a flote el Titanic a base de figuritas doradas, elevándolo a la categoría mitológica de filmes como Ben-Hur. En fin. Pero hablábamos de The Artist. Aun sin saber si la academia la subirá a los altares o preferirá ese juego infantil creado por Scorsese llamado La invención de Hugo, lo llamativo es que se haya decantado por una producción francesa, en blanco y negro y muda. Y por un segundo me da por pensar que la añoranza se ha apoderado de Hollywood, que sus directivos han decidido echar la vista atrás. Mirar hacia aquella época en que lo importante de una película era el guión, el director y los actores, y no la cantidad de efectos digitales que se habían utilizado.