El día que fui a despedirme de Václav Havel compré una gerbera blanca en una floristería de la estación de metro Hradčanská. Al entrar en la floristería entró también una señora de unos setenta años, que dijo que quería una rosa blanca para el “Señor Presidente”, y aunque el actual presidente es otro, todos supimos que quería una flor para Václav Havel. La dependienta de la tienda, una chica joven, llena de tatuajes y piercings, y con el pelo teñido de azabache, no parecía estar demasiado afectada por el reciente fallecimiento de Havel. Con absoluta indiferencia y una dicción arrastrada, de esas que ponen de los nervios a cualquiera de más de cuarenta, cogió una rosa blanca ligeramente marchita y comenzó a arrancarle las hojas verdes del tallo. La señora la miraba horrorizada: “Pero ¿qué está haciendo?” La dependienta comentó con su particular dicción: “¿Qué paassaa? Si total se iban a caer… y además cuando la ponga en el montón, en media hora la va a giñar… si da lo missmoo…” La señora, indignada y disgustadísima, se marchó de la tienda sin decir nada. La dependienta se encogió de hombros y tiró la rosa a una papelera. ¿Cómo terminaría mi gerbera? Empezaba a temer por ella, pero no sabía dónde había otra floristería de camino a la iglesia donde estaba el féretro de Havel. Además había quedado con una amiga y no quería llegar tarde. Tenté a la suerte. Le tendí la flor a la dependienta sin decir ni mu. Para mi sorpresa, ésta la trató con delicadeza, casi con cariño, le puso un alambre para que no se doblara. Entonces incluso me atreví a preguntar si me podía poner algunas hojas verdes de adorno. No sólo lo hizo, sino que roció todo con un espray de queratina y me tendió finalmente un pequeño y bonito ramo. Pagué y salí de la floristería sin dar crédito. ¿Qué había hecho la señora para recibir aquel maltrato? ¿Mencionar a Havel? ¿O al “Señor Presidente”? ¿O tener una edad avanzada?
Me encontré con mi amiga en Staroměstská (por cierto, ella llevaba unos narcisos blancos que había comprado sin ningún percance) y de allí callejeamos hasta encontrar la escondida iglesia de Santa Ana (conocida como Pražská křižovatka). Eran las ocho y media de la mañana, y ya había una cola de unas cien personas ante la verja, esperando a que abrieran. En un muro colindante la gente había montado ya unos altares provisionales, a modo de santuarios callejeros, con velas, flores, fotos, recuerdos que habían ido dejando espontáneamente durante el día anterior. Llegaron reporteros y cámaras de la televisión. Pero no se atrevían a entrevistar a nadie. El frío y el silencio eran los principales protagonistas de aquella mañana de luto. Mientras esperábamos a que abrieran me encontré viviendo una paradoja. No podía creer que estuviera allí, pasando frío, con los pies doloridos, sólo para despedirme del ataúd de un personaje público con el que había coincidido en algunas ocasiones, pero con el que nunca había cruzado una palabra. Esto no lo haría por nadie de mi propio país. Aquí todo era diferente. Porque Havel no era solamente un personaje público, ni solamente un político, era el referente intelectual de varias generaciones, dentro y fuera de su país. Reflexionando en voz alta con mi amiga sobre estas cosas, me di cuenta de que, después de vivir en la República Checa tantos años, estaba comprendiendo que la gente no venía a despedirse de su antiguo presidente, o a presentar sus respetos a alguien importante, venían a dar las gracias a Vašek, a ese joven con los pantalones demasiado cortos, que empezó protestando porque The plastic people of the Universe (una especie de Sex Pistols a la checa) no podían dar sus conciertos bajo el régimen comunista, y terminó siendo presidente de un país democrático. Probablemente, sin ser consciente de ello al principio, transformó la vida de muchas personas. Indirectamente, incluso la mía, ya que consiguió crear un país nuevo y democrático al que yo pude venir a vivir, en el que encontré mi hogar, y en el que decidí quedarme a vivir y formar mi familia. Cuando, en aquella cola neblinosa, a las nueve de la mañana, me di cuenta de esto, me sentí en comunión con tantos checos que expresaban su gratitud a la misma persona, y me sentí más checa que nunca.