Sentado en un sillón, el padre de Mafalda observa a su hija acercársele y plantar una mesita a su lado, a continuación regresa con un vaso de agua y lo deposita sobre ella, por fin trae una banqueta en la que se sienta: “Papá, ¿qué es la filosofía?”, le pregunta. Si Mafalda hubiera sustituido el término filosofía por el de humanismo, el efecto, seguramente, habría sido idéntico.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua define humanismo como el cultivo o conocimiento de las letras humanas, así como también la doctrina de los humanistas en el Renacimiento. Dichas letras englobarían la filosofía, la historia y la literatura en su sentido más amplio. Pero la de la RAE es una definición tan precisa como sintética, insuficiente para abarcar un concepto abstracto.
Los primeros humanistas que durante e Renacimiento redescubrieron la cultura clásica de Grecia y Roma tras el largo paréntesis medieval –de ahí la adopción del enfoque histórico como fuente de conocimiento gracias al contraste entre pasado y presente– volcaron su interés en una civilización que afrontaba los asuntos del mundo desde una óptica centrada en el ser humano –a diferencia de la medieval centrada en la figura de un dios omnipotente–, cuyos escritos ofrecían una guía sobre cómo afrontar la vida desde un enfoque secular en lugar de religioso: Cicerón, Tito Livio, Séneca, Platón, etc.
Aunque hoy pueda parecer extraño, dichas figuras clásicas dominaban los currículos académicos –de ahí la supervivencia del latín y el griego clásico en los estudios durante tanto tiempo y la relevancia que los humanistas conceden al lenguaje y a la expresión escrita– hasta verse desplazados por el empuje del conocimiento científico hace ahora aproximadamente un siglo. Como George Steiner tantas veces advirtió, los números desplazaron a las letras.
Humanismo y ciencia no tiene por qué ser conceptos excluyentes. Los más grandes científicos han hecho gala de un bagaje humanista, y el humanismo debe mucho a la ciencia. Basta pensar en una invención técnica como la imprenta que tanto contribuyó a difundir sus principios. No obstante, el predominio, cada vez más aplastante, de la ciencia, pero sobre todo el abandono de la tradición humanista, entraña riesgos. El cada vez más acelerado progreso técnico puede convertirse en un fin en sí mismo si es aceptado e impulsado acríticamente. Por definición, el progreso siempre es bueno, nos dirían.
Retomando la profecía de Steiner, nuestra vida viene hoy determinada por los números en forma de indicadores. El proceso se originó a mediados del siglo XIX con la automatización de los sistemas productivos y la creciente complejidad a que ha dado lugar. La tasa de paro, el índice de crecimiento –trimestral, anual, interanual–, el déficit público, el Euríbor, la tasa de cambio, el índice de precios al consumo… Cada vez más los números –inaprensibles, como un Frankenstein que obedeciera a una lógica propia, inexorable– determinan las grandes decisiones que afectan a nuestro día a día. Dicha jungla numérica ha coincidido con un creciente proceso de deshumanización. Los seres humanos tenemos la impresión de no estar en el centro de las decisiones que adoptan nuestros gobernantes, sino que estos sólo atienden ya a la lógica perversa de las cifras.
Al mismo tiempo no es difícil constatar el resurgimiento de actitudes fundamentalistas. Poderosos intereses promueven la enseñanza de teorías creacionistas en la escuela. El hombre más poderoso del planeta hasta hace sólo unos pocos años se jactaba de tener diálogo directo con un dios que le guiaba en sus decisiones. El fundamentalismo religioso no es exclusivo de la religión islámica, está muy presente también en el cristianismo. Avances que se creían permanentes se revelan frágiles, y la historia, una vez más, se revela como una sucesión de avances y retrocesos en los que los primeros nunca son irreversibles.
Existe la sospecha de que la actual crisis económica y financiera es en realidad algo mucho más serio. Sufrimos, quizá, las consecuencias de un acelerado proceso de deshumanización. Tenemos la impresión de vivir en una sociedad cuyos fundamentos se tambalean mientras contemplamos grietas crecientes en nuestra cultura preguntándonos si podría desmoronarse. La crisis tendrá efectos duraderos e imprevisibles. Se acentúa el declive de Occidente y resurgen los populismos, los reflejos nacionalistas con tintes xenófobos. El lenguaje, por su parte, se empobrece y disminuye así la capacidad de analizar en profundidad la realidad circundante.
¿No habrá llegado el momento de detenerse y reflexionar, de echar quizá la vista atrás, de adquirir perspectiva de igual modo a como en su día los renacentistas se fijaron en la cultura clásica? ¿Si esta no es una ocasión propicia para replantearse los fundamentos de nuestra sociedad, restablecer los equilibrios y el orden de prioridades, recuperar valores intrínsicamente humanos que han acabado arrumbados en aras del supuesto progreso, del carrusel de los indicadores, sacrificados en el altar del crecimiento económico a toda costa, obsesión de nuestros gobernantes y dogma pregonado desde los centros de poder, entonces cuándo será?
Lecturas recomendadas:
Martha C. Nussbaum (2010): Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades. Editorial Katz.
Jordi Llovet (2011): Adiós a la universidad. El eclipse de las humanidades. Galaxia Gutenberg.