He oído en la radio que se celebra el 69.º aniversario del primer NO-DO, aquel informativo que el Gobierno franquista proyectaba en los cines de forma obligatoria antes de cada película. Aquel 4 de enero de 1943 se abrió con un Parte de Guerra escrito sobre la caída de las tropas contrarias a Franco al que siguió un puñado de imágenes de prisioneros apresados y una noticia sobre la invasión de Polonia a cargo de las tropas alemanas. El NO-DO sirvió para mostrar la visión que el franquismo tenía de España en un país sin demasiadas opciones informativas. No sé el motivo, pero el recuerdo que tengo de muchas de las películas que vi de chaval está asociado a la música de cabecera del NO-DO. Aquel soniquete compuesto por Manuel Parada se mantenía en nuestro cerebro incluso después de que la película hubiera concluido.
Mi madre se empeñó en que a sus dos hijos nos gustase el cine, tal vez porque ella disfrutaba de la evasión que ofrecía la gran pantalla, de aquellas historias hechas de luz que llenaban nuestra retina de gestos —los de Charles Chaplin en Candilejas—, de muecas imborrables —las de Cary Grant al final de Charada—, de risas insustituibles —las de Donald O’Connor en Cantando bajo la lluvia—, de frases marcadas a fuego que subrayaban grandes secuencias —“Qué raro, aquella avioneta está fumigando cosechas donde no las hay”—, de mujeres repletas de alocada vitalidad —Katherine Hepburn en La fiera de mi niña—… Hace unos días repusieron en un canal de pago El hombre que mató a Liberty Vallance y por unos segundos pensé en lo que tenía de mágico que se apagaran las luces y comenzara la proyección. Aún lo pienso cuando acudo a una de esas salas de cine cada vez más pequeñas y me dejo engañar por el director, y los actores, por un guión bien construido. Y me acuerdo de cuando muchos años antes esperaba a que la música del NO-DO me avisara de que en breve iba a volver a soñar.