Sea por el gran reconocimiento obtenido en su día, porque su argumento ha servido de inspiración a numerosas historias o por sus diversas adaptaciones a la gran pantalla, El señor de las moscas –la obra cumbre de William Golding, escritor laureado con el Premio Nobel– es una de esas novelas lo bastante conocidas como para invitarnos a postergar su lectura dada la escasa capacidad de sorpresa que, a estas alturas, se le presupone.
Su premisa resulta tan sencilla como eficaz: un grupo de niños ingleses queda aislado en una remota isla de clima tropical y aspecto paradisíaco. Allí, alejados de su entorno natural y sin la supervisión de adultos, sus rasgos civilizatorios, aún incipientes, precarios, se disuelven con rapidez para ceder el paso a los instintos más atávicos y, por fin, a la barbarie. Es la recreación del mito del paraíso transformado en un infierno por obra y gracia de los seres humanos; metáfora, a su vez, del impacto de la especie humana sobre el planeta Tierra.
Publicada en 1954 y concebida, por tanto, cuando aún no se habían apagado los ecos de la II Guerra Mundial, en ella Golding recrea la inusitada fragilidad de la línea divisoria que separa a la más refinada civilización de la barbarie más despiadada, que la gran contienda había dejado al descubierto. Su gran acierto reside en el hecho de centrar su tesis en un grupo de niños, a los que despoja sin contemplaciones del aura de inocencia que se les presupone, unido a una soberbia capacidad para captar sus diálogos y a una estructura en progresión que no decae un solo instante hasta alcanzar el clímax.
El culto a la osadía, a la violencia, a la fuerza bruta, al sometimiento del otro, junto al miedo, el influjo de la superstición, subyacen, siempre agazapados, bajo la capa civilizatoria de la que nos hemos dotado, más fina y engañosa de lo que nos gustaría creer, de lo que desearíamos. Una vez que ésta se resquebraja y afloran los instintos más primarios, la sensibilidad y la inteligencia se convierten en testigos molestos, en simples estorbos que conviene eliminar.
Es lo que en última instancia ocurre a Ralph, el último de los supervivientes que aún encarna la virtud en la isla. Aterrado, se ve perseguido y acosado por sus antiguos compañeros, los mismos que en un primer momento le aceptaron como jefe, como si se hubiera transformado en uno de esos cerdos salvajes a los que tratan de dar caza. En este sentido, la novela de Golding contiene una velada apología del vegetarianismo. La caza viene equiparada a los instintos más violentos y el deseo de consumir carne de cerdo ejerce como inductor de la barbarie.
El señor de las moscas es una novela que pincha y muerde, metáfora encarnada en el magullado y maltrecho cuerpo de su protagonista. Pero, ante todo, se trata de una obra de muy oportuna lectura en estos tiempos confusos en que tantas certezas parecen tambalearse. Un efectivo recordatorio de que es en la propia especie humana donde anida la más efectiva semilla para su destrucción.