De cómo haciendo footing serví de cebo a un arrantzale de San Pedro que pescó una pieza única con sorpresa interior (I)
En la prensa aún seguían a vueltas con lo del robo de un lienzo en un museo de Madrid; que si el modus operandi apuntaba a las mafias italianas expertas en obras de arte, que si habían sustraído sólo el lienzo dejando el marco intacto, que si la pieza podría valer varios millones de euros, que si... Al consultar el reloj vi el “08:27” en la pantalla y lancé el periódico a un lado del sofá como se tiran las cosas cuando uno está enfadado, salí disparado escaleras abajo e hice tres estiramientos mal hechos contra el muro de piedra de la villa de en frente de mi casa.
Llegaba tarde –como casi siempre– a mi cita sabatina con mi amigo Juan en los cubos de Moneo del paseo de la Zurriola para nuestra sesión heavy de footing, la que no podemos permitirnos entre semana por falta de tiempo y ganas. Él me saludó con una de sus sonrisas limpias y sonoras y emprendimos la marcha. Decidimos esta vez dejar a un lado la ruta que llamamos “marco incomparable”, que recorre las tres playas donostiarras desde Sagües hasta los Peines del Viento, y nos dirigimos hacia la Avenida de Navarra marcha atrás, como siempre, porque Juan y yo corremos hacia atrás: creemos que tenía razón Séneca cuando dijo que el único tiempo que se puede sentir como real es el pasado ya que el presente es sólo un instante y el futuro está por venir. Por Séneca y por los cuarenta tacos recién cumplidos también, porque es cierto que uno entra en cuarentena y le da por hacer gilipolleces y, como ni Juan ni yo podemos permitirnos el deportivo rojo… Pues eso, que corremos hacia atrás, por principios y por el ansia de la edad.
Al final de la avenida comienza la subida al Alto de Miracruz. El terreno pica hacia arriba, pero como no lo vemos...
A un centenar de metros de la cima sonreí esperando que Juan hiciera el comentario de siempre cuando pasáramos por delante de ese templo del placer llamado Arzak.
– Porque la vuelta nos pilla pronto, Kerman, que si no parábamos en esta tasca a hacer el hamaiketako –dijo, y los dos reímos mientras iniciábamos la bajada hacia Trincherpe, perdiendo poco a poco de vista el restaurante.
Juan y yo somos de buen saque, se podría decir que de “saque y bolea”, así que las referencias culinarias volvieron a surgir a medida que retrocedíamos por la Avenida de Euskadi entre el pequeño tumulto de mujeres con bolsas de la compra, jubilados de paseo y padres metiendo prisa a sus hijos para llegar a tiempo a sus partidos de fútbol o baloncesto.
– En esta tasca también comería -dijo él, señalando con la mano el Izkiña, lugar de culto para los amantes de los peces planos, crustáceos, moluscos y equinodermos.
– No he estado nunca –respondí–. En cambio, a este sí que he venido varias veces con el aita –le dije, indicándole con la cabeza el Maritxu que está justo al lado. ¡Menudos homenajes! De esos de “vete sacando lo que tengas rico” y pim, pam, pim, pam, terminar comiendo diez platos, todos bien regados, rematando la faena con un par de chistonis, uno in situ y el otro en el bar de al lado de casa para no derrapar demasiado.
Y así continuamos aquel día el retroceso por Trincherpe en animada charla y camaradería, entrando ya casi en Pasajes de San Pedro. Allí, en breve se desencadenarían un cúmulo de acciones tan inesperadas como inauditas…