Mirando hacia otra parte. Plazas: Praza da Quintana- Santiago de Compostela
Vicente Huici
Hace fresquito en esta mañana compostelana y apuro mi café en la terraza del Café de la Quintana en el extremo más bajo de la plaza del mismo nombre. La presencia imponente de la catedral y las escalinatas que llevan a la Casa da Parra me recuerdan la visita que ayer hice a la Cidade da Cultura de Galicia.
Fui sólo en el 40 y volví solo. Por lo demás, el conductor no sabía ni dónde estaba la parada. Lo cierto es que había más guardias jurados que visitantes, pero aun así no dejó de impresionarme el conjunto de inmensas moles que albergan el Archivo y la Biblioteca de Galicia.
Viene Xoxe y, como interrumpe mis pensamientos, le cuento de qué van. Se enfada. Dice que cómo se me ha ocurrido ir a ver aquello, que hace falta ser gilipollas. Luego embrida la conversación hacia lo que denomina “la infantilización de la sociedad”. Para él, en efecto, hay muchos síntomas de ello, desde el dominio de las TIC imponiendo una visión del mundo siempre instantánea y, por lo tanto, acrítica, hasta la predominancia del pantalón corto y la camiseta en padres y abuelos que, de tan patética, es por sí sola significativa. Y, en medio de todo esto, una obsesión por construir edificios inmensos sin que esté muy claro para qué puedan servir. Todo lo cual –finaliza– no lleva sino a no saber pensar ni hablar (in-fante: incapaz de hablar). Sólo se grita o se llora, como los niños.
En un respiro aprovecho para pedirle el orujo que dice necesitar –¡caramba, a las once y media de la mañana!– y remato la faena comentándole que ayer también estuve en la librería-galería Sagardelos –frunce el ceño– y que, además de encontrar algún viejo libro inencontrable, me topé con uno que hablaba de mi paisano Luis Huici, sastre y dibujante que vivió en A Coruña y participó en el grupo de la revista Alfar. Este Luis Huici fue fusilado nada más triunfar el alzamiento nacional franquista, como tanto otros amigos suyos republicanos.
Xoxe se calma, creo que porque me supone más tradición de la que él pensaba. Se vuelve más amable y acaba aceptando que la Sagardelos no está del todo mal, aunque la mayor parte de la gente sólo vaya a comprar las tópicas cerámicas. Pero yo le pregunto por un poeta de ribetes místicos, Aquilino Iglesias Alvariño, y se descompone de nuevo: “Pero ¿de dónde sacas esos nombres?”. Yo me río de su levísima indignación, pero no accedo a pedirle otro orujo como solicita con urgencia.
En esto suenan las campanas de la catedral y todo se pone a vibrar, hasta mi propia silla. Xoxe ni se inmuta, como si fuera un napolitano acostumbrado a breves estertores telúricos. Pero, para mí, ya es demasiado, y le recuerdo que formamos parte de un tribunal de tesis y que tenemos que cumplir.
Al salir de la plaza, entreveo una pintada deslucida: “Nunca mais!”.