Mirando hacia otra parte. Plazas: Tian’anmen (Beijing)
Vicente Huici
Como he quedado con Kuku al mediodía frente al Beijing Hotel, por la mañana me he acercado dando un pequeño paseo hasta la Plaza de Tian’anmen.
Es una plaza enorme –dicen que la mayor del mundo con sus 440.000 metros cuadrados– y resulta una réplica horizontal a la verticalidad jerárquica que emana de la Ciudad Prohibida, frente a la que se construyó siguiendo el modelo de la Plaza Roja moscovita. Sin embargo, podría parecer todavía más grande de no ser por el mausoleo dedicado a Mao Ze Dong y por el Monumento a los Héroes de la Nación, que se alzan en perfecta línea recta y la dividen en dos.
En esta plaza han transcurrido algunos de los episodios más conocidos de la reciente historia de China, como las revueltas de 1989, pero a esta hora parece verdaderamente la “Puerta de la Paz Celestial” que es lo que quiere decir tian´anmen. Aun así, la animación es incesante y, entre una bruma húmeda y caliente, grupos dispersos de chinos de todas las edades intentan vender abanicos, sombreros y banderas de la República Popular.
Desde la Avenida Chang’an llegan autobuses y tranvías llenos de gente y entre cientos de bicicletas brillan negros Bentley, Audi, quizá hasta algún Rolls Royce, que lucen en su exterior la bandera roja con las cinco estrellas (Kuku me indicaría luego que las cuatro estrellas pequeñas simbolizan a los campesinos, los obreros, los militares y los estudiantes; y la gran estrella, la revolución china). En los aledaños de la plaza, bajo la sombra de unas tupidas acacias, algunos indigentes dormitan en medio de sus pertenencias. Entre ellos sobresale un viejo desdentado que luce una gorra de guardia rojo y un buen montón de medallas.
Entre el ir y venir se me han hecho las doce y he tenido que apurar el paso para no llegar tarde a mi cita. Kuku tiene una sonrisa que vale por toda una conversación. Me encamina hacia la populosa Wangfujing, dechado de calle modernísima al modo de Shangai, pero tiene un objetivo muy claro. Quiere que vayamos a la librería Zhonghua. Y la verdad, merece la pena. En el primer piso he podido comprar una buena selección de clásicos chinos en versión bilingüe –y entre ellos una magnífica versión del Sun-Tzi–, y en la planta de arriba me he hecho con unos cuantos discos de música tradicional.
A la salida, compartiendo conmigo dos pesadas bolsas, me ha llevado un poco a trompicones hasta un hutón próximo y nos hemos sentado en una terraza con la pretensión (de ella) de que comiéramos unos alacranes a la plancha. Ni que decir tiene que no me he atrevido, así que me he conformado con una gran cerveza que he podido pedir personalmente con mi mandarín de conversación de ascensor.
Kuku me dice que todo está cambiando en China –y, además, muy rápidamente–. Según ella, y a pesar de lo que pueda barruntarse, el cambio viene desde muy atrás, planificado de la mano de Zhou Enlai –verdadero factótum de la China moderna a fuer de Mao– y “cuando toque”, asevera “habrá eso que vosotros llamáis derechos humanos y democracia”.
Y como le veo a Kuku extrañamente enfurecida por lo que acaba de decir, pido para ella un té verde de verdad, por ver si el tanino le calma un poco. Desvío un poco la mirada en pos de unas corvas que pasan a mi lado: aquí también están de moda los leggins bajo las minifaldas.