Extraños

José Manuel Botana

No debía de haber nadie en mi cama, lo pensé de nuevo y, efectivamente, me había acostado a las tres de la mañana solo, aunque el cuerpo que allí reposaba evidenciaba todo lo contrario. Me levanté y retiré las sábanas. El cuerpo estaba desnudo y respiraba acompasadamente, eso me tranquilizó, al menos no era un fiambre; no recordaba que ese cuerpo se hubiese acostado a mi lado, pero una sonrisa comenzó a iluminar la habitación a la vez que mi mirada recorría la media melena ondulada y sus formidables pestañas. Le retiré el pelo de la oreja y comprobé que eran pequeñas, allí en la penumbra calculé su peso y altura, metro setenta y unos ochenta kilos de peso. ¿Cómo un cuerpo de esas dimensiones se había podido meter en mi cama? Y lo que es más insólito: ¿cómo no me había percatado de ello? Comencé a tiritar y volví a acostarme cubriendo nuestros cuerpos, se me había olvidado mirar sus pechos, los toqué delicadamente, eran grandes y estaban calientes, se giró y a oscuras le susurré: “Sexo, sexo, sexo…”. Mentalmente comencé a repasar lo que sabía de leyes y llegué a la conclusión de que, sin una aceptación firme e inequívoca por su parte, podría acusarme de violación. Impresionado por mi conocimiento en la materia me levanté, encendí la lámpara más cercana a ella y despojé nuevamente ese cuerpo de la ropa de cama. Ahora la podía ver mucho mejor, su sexo estaba depilado como para una fiesta, hice un recorrido por toda la habitación y no la recordaba así, pero pensé que las habitaciones de los hoteles eran todas iguales. Comenzaba a despertarse, así que apagué la luz apresuradamente y regresé a la cama lo más rápido que pude simulando estar dormido.