Zarzalejo Blues: Muerte en Persia
Sergio Sánchez-Pando
Un halo trágico –acentuado por su muerte prematura en 1942, a los treinta y cuatro años de edad– envuelve la figura y la obra de Annemarie Schwarzenbach, como si su persona reencarnara de algún modo esos frágiles equilibrios de la Europa de entreguerras que saltarían por los aires con estrépito. No es de extrañar que su vida haya servido de inspiración a distintos artistas.
Perteneciente a una acaudalada familia suiza, Annemarie sintió muy pronto el deseo, o la necesidad, de huir de las estrictas convenciones, de la rigidez inherente al privilegiado entorno que le tocara en suerte. Un temperamento inquieto, atormentado, encarnado en su androginia, en sus adicciones, se encargaría del resto. Emprendió numerosos viajes, algunos de los cuales servirían de telón de fondo para su novela Muerte en Persia, publicada en nuestro país hace ahora unos años –al igual que el resto de su obra– por la Editorial Minúscula.
Bajo una apariencia lánguida, una estructura un tanto deslabazada, se oculta una obra singular, engañosa, de esas que adquieren vida propia una vez concluida su lectura, no tanto por lo narrado sino por lo que en ella se sugiere. Sea por su bagaje romántico poblado de seres errantes, amores prohibidos, escenarios exóticos y apariciones fantasmales, o por ese malditismo inconformista que anticipa el que décadas más tarde caracterizaría a ciertas estrellas de la edad dorada del rock, Muerte en Persia transmite al lector ese pálpito insondable que late en aquellos individuos que rehúsan las certezas al por mayor y se lanzan sin contemplaciones a la búsqueda de sus propias respuestas.
Seres temerarios, desafiantes, con culo de mal asiento, siempre proyectados hacia escenarios distintos de aquellos en los que se encuentran, distantes, extremos, para los que el viaje físico y personal se solapan hasta hacerse indistinguibles. Capaces de llegar hasta allá donde no habita el cálculo, donde el instinto de preservación y la propia conciencia se disuelven. Seres que no saben –o no quieren– medir sus fuerzas, que abordan empresas que superan sus capacidades, que se empeñan en llegar hasta allá donde resulta imposible seguir avanzando, que acaban extraviados en parajes inhóspitos en los que quizás enjuagar al fin su vacío, allá de donde ya no se vuelve. Es como si ni siquiera la muerte bastara para contener el auténtico impulso de un espíritu errante en fuga de sí mismo.