Bestiario
José Morella
En "El tigre de Tracy", Thomas Tracy es un joven que trabaja cargando sacos de café en Nueva York. Aspira a ascender en la empresa y hacerse degustador de café. Un día se enamora de Laura, pero su torpeza o un desacertado impulso de su tigre echan al traste la relación. Sí, sí, Tracy tiene un tigre. Está con él siempre, acompañándole a todas partes. Varios años más tarde, Thomas volverá a Nueva York. Al entrar en la catedral de san Patricio, la muchedumbre entra en pánico al ver a su tigre. Tiene que intervenir la policía. Hay que llamar a un siquiatra para ver si Thomas Tracy es un hombre cuerdo o un loco.
En esta novela las cosas son sencillísimas. Si te haces demasiadas preguntas (¿Cómo es posible que nadie hubiera visto antes al tigre? ¿Existe el tigre? ¿Es una ilusión? Si lo es, ¿de quién? ¿De Thomas, de los otros, o de todos?), la novela, de un modo ni enrevesado ni intrusivo, te pide que dejes de hacer tanto ruido, que no te resistas. Que calles y estés a la escucha.
El siquiatra al que llaman para averiguar qué le pasa, o si le pasa algo, a Thomas Tracy es el doctor Pingitzer.
Pingitzer me parece todo un descubrimiento. Me he reído a carcajadas, he releído por puro placer una y otra vez muchas líneas, he disfrutado muchísimo de él. Vaya, eso que llaman saborear una lectura. Saroyan: qué manera fácil de decir lo complicado, con qué pocos trazos, qué humor limpio y sin sarcasmo. ¿Cómo se puede hacer algo tan abierto y rompedor, tan subversivo, de esa manera tan sencilla? Hay textos, como ven, que me ponen de buen humor. El pesimismo, por más que alguien se empeñe en lo contrario, es sólo una especie de raro gas en el cerebro.
Pingitzer hace a Tracy algunas preguntas muy directas, y enseguida Tracy está haciéndole también preguntas a Pingitzer. La barrera entre siquiatra y paciente se diluye. Hablan relajadamente del dinero, del trabajo, de la locura. Hablan con sinceridad y desenvoltura, sin doblez. De golpe se diluyen las etiquetas. No se están viendo como médico y paciente, sino como lo que queda cuando las etiquetas caen: dos personas. La forma en que Pingitzer consigue ver en el corazón de Thomas es, parece decir Saroyan, la única posible, la más fácil y la más difícil a la vez, y la única humana: abrir su corazón primero. Ir con el corazón abierto. Colocarse como un igual. Aquí reside, en mi opinión, la belleza de la novela, que tiene ver con cómo juzgamos la realidad y a las personas –casi sin darnos cuenta y compulsivamente– y la cantidad de espejismos que vamos creándonos a nosotros mismos. Pingitzer ha de ser leído como un maestro, como cuando se lee a Lao Tse. Para mí es uno de esos regalos que se esconden en los libros y que no se olvidan nunca.
El policía Huzinga es un personaje que apoya el papel de Pingitzer: sin saber ni él mismo cómo, ve la inocencia de Tracy. No tiene ninguna prueba, y se juega su trabajo, su prestigio y su futuro. Es un policía no policía, un policía loco, víctima de cierto carácter poético que lo deja al borde de la total inverosimilitud narrativa. Da igual. Pingitzer y Huzinga son la respuesta novelística a la incapacidad de la psiquiatría y de la ley de encontrar respuestas en su discurso hiperracionalista. Un discurso extraviado a base de obstinarse en encontrar soluciones. El extravío de la psiquiatría resulta obvio hoy, cuando es tan difícil distinguir si los psiquiatras buscan soluciones o problemas. Si hay pastillas para síndromes o síndromes para pastillas.
Alguien podría ver la novela como surrealista, pero no lo es. Lo que dice Saroyan es que la racionalidad llevada al extremo, y usada como único baremo para vivir y ver la vida, no puede sino llevarnos a la construccion de un mundo que parezca surreal. Vivimos como anómala la parte de nuestras vidas que no puede ser explicada. Alguien debería decirnos que se vale no explicarlo todo. Eso sería un alivio.
Cuando el doctor Scatter, el siquiatra “normal”, pide a Pingitzer que le explique cómo ha llegado a sus conclusiones sobre la salud mental de Tracy, la respuesta es clara: “no”. No le explica eso, ni le explica por qué no se lo explica. Ese “no” encierra muchas cosas. Encierra la convicción plena de que la siquiatría convencional y la ciencia tal y como la entendemos en occidente (cartesiana, finalista, dependiente de las grandes corporaciones empresariales e inconsciente de su propio condicionamiento) es incapaz de ver la cordura. Siempre hacia adelante, hacia el “progreso” como burro tras zanahoria. Buscando ver en vez de viendo. Todo lo anterior, nos dice la ciencia, está superado. Si tiene usted ansiedad, señora, tómese esta pastillita. Es agresivamente adictiva, pero eso mejor no se lo cuento. Y ahora discúlpeme que tengo mucha cola.
Pingitzer se abstiene de todo esto. Toma su propio atajo. Es un loco médico o un médico loco. No parece una mala solución. Al fin y al cabo, el tigre de Tracy es el amor.