Zarzalejo Blues: La isla
Sergio Sánchez-Pando
¿Quién no se ha preguntado en alguna ocasión cuál sería el aspecto original de algún bello paraje previo a su atropello por parte de la industria turística? ¿Quién no ha fantaseado con la idea de disfrutar del encanto de un enclave privilegiado antes de que se produjera el desembarco masivo de turistas? Porque el proceso de ocupación de las costas españolas fue lo más parecido a una invasión, una colonización en su día protagonizada, a modo de avanzadilla, por ciertas capas urbanas privilegiadas que se consolidaron durante el régimen franquista, complementada con notables incrustaciones foráneas, que como un cuerpo extraño fue inoculado en determinadas áreas geográficas cuya vida cotidiana había permanecido hasta entonces basada en códigos ancestrales.
La fase incipiente de dicho proceso, captada en un escenario emblemático como es la costa de la provincia de Málaga, constituye el argumento de La isla, novela publicada en 1961 que constituye la última entrega, a modo de bisagra –complementada con el conjunto de relatos que conforman Fin de fiesta, publicados un año más tarde y que inciden en la misma temática–, perteneciente a la primera etapa de la obra de Juan Goytisolo –de la que más tarde renegaría– antes de emprender con Señas de identidad, ya en 1965, el radical giro estilístico con el que hoy se identifica al escritor español afincado en Marrakech.
Concebida originalmente como un guión de cine –con gran profusión de diálogos apoyados en la riqueza descriptiva y el rigor léxico característicos de Goytisolo–, para una película cuyo rodaje no se materializó, La isla disecciona el proceso de corrupción, aún en estado embrionario, que supuso la llegada e instalación temporal de los primeros urbanitas, con su sofisticado bagaje a cuestas, rico en dobleces y en cinismo, en dudosa moralidad y en adicciones, a fin de disfrutar de unos parajes tan privilegiados como indefensos en la costa mediterránea.
Con ellos llega la semilla de la corrupción –por entonces aún sólo moral, pero que de forma inevitable germinaría en económica e inmobiliaria– inherente a la perspectiva que el urbanita adopta frente a la costa y al impulso caprichoso con el fin de adaptarla a sus deseos y necesidades. La isla nos proporciona la radiografía de una casta formada por individuos prisioneros de relaciones aniquiladas que, sin embargo, no pueden disolver, sometidos a la ansiedad propia de la insatisfacción, embarcados en un frenesí en pos de un placer que les es esquivo pese a contar a su disposición con los ingredientes para saborearlo.
Así, los baños en las aguas más cristalinas, el relajo en las calas más recónditas, las excursiones más pintorescas, las veladas más prometedoras, se ven enturbiadas una y otra vez por las mezquindades y temores propios de la burguesía urbana. Nada, ni si quiera el paraíso sobre la Tierra, es bastante para conjurar el vacío vital que aflige a los recién llegados. Un fenómeno que nos ayuda a comprender la inercia devastadora que hoy experimentamos elevada a la máxima potencia. Al final resulta que tampoco aquellos privilegiados supieron disfrutar de sus prerrogativas y desperdiciaron la oportunidad única que se les brindó, demasiado preocupados como estaban por rebozarse en sus miserias humanas.