Mirando hacia otra parte. Escrituras XVI: El mundo editorial
Vicente Huici
Es un lugar común en los medios culturales comentar que la literatura ha sucumbido a la dinámica del mercado. Algunos se parapetan en esta afirmación para ratificar una política editorial decididamente comercial, y otros la combaten exhibiendo un posible equilibrio entre la calidad de su oferta y la cuenta de resultados. En cualquiera de los dos casos, tal lugar común recoge la constatación de que el mundo editorial se debate entre una hipotética misión cultural y la concepción meramente empresarial de su actividad, pareciendo que este último aspecto es novedoso o que se ha acentuado en los últimos años.
Sin embargo, contemplada a la luz de la investigación histórica, esta última impresión intuitiva carece de fundamento. En efecto, desde su aparición como medio de comunicación a la par que la difusión de la imprenta, el mundo de la edición siempre ha tenido una función comercial que se ha solapado, de una u otra manera, con la función informadora y formadora de cualquier otro medio de comunicación. El cambio fundamental en la fórmula editorial que combinaba y combina cultura con marketing se dio probablemente en el siglo XIX con la aparición de los periódicos de masas y la progresiva alfabetización de la población, pero ya desde entonces la ganancia económica en la venta libre de los materiales editados –no sufragados o subvencionados por aristocracia alguna, ni por el Estado– fue un criterio relevante en el diseño editorial y en la subsistencia de las editoriales.
Ahora bien, lo que desde aquel momento se puso de relieve, la mercantilización expresa del libro –junto con la mercantilización de otros muchos aspectos de la vida– no puede ni debe ser tomado como una verdad absoluta en el sentido de pretender articular a partir de ella políticas editoriales únicas. En efecto, es bien conocido que algunas editoriales han conseguido subsistir con una política a largo plazo en la que la venta continuada de algunos, a veces pocos, libros, estratégicamente incluidos en sus catálogos, ha permitido la obtención de un cierto equilibrio económico que la mayoría de las grandes editoriales sólo consiguen con ediciones masivas de los best-sellers de turno. La cuestión, por lo tanto, depende del planteamiento de una política editorial a corto o a largo plazo, incidiendo en tal opción la perspectiva de ganancia de un capital simbólico, que fideliza a un sector del público lector, o la mera percepción de incrementos económicos más o menos inmediatos.
Todos estos aspectos han de ser tenidos en cuenta por el escritor o la escritora que desea publicar una obra, sobre todo si se trata de una obra narrativa, puesto que la mayor parte de las editoriales subsiste fundamentalmente de las diferentes variantes de este género literario, que suele suponer el ochenta por ciento de las ventas. Si la asunción, y la discusión, de tales aspectos repele cuando no desalienta a los autores, que se ven involucrados en cuestiones tan ajenas a la creación, siempre queda la alternativa de la autoedición.
Dicha opción, sin embargo, suele tener una connotación más volcada hacia el propio autor o autora, hacia sus familiares y amigos, alejándose de los otros dos elementos que cierran el triángulo del espacio literario y que son el público hacia el que va dirigida la obra y la crítica que intermedia entre el libro y su público. Autoeditarse, consecuentemente, implica con frecuencia el incumplimiento de las perspectivas de la mayoría de quienes escriben, los cuales, por lo general, desean ser leídos por un público más amplio que el círculo de sus amistades. En cualquier caso, siempre puede haber excepciones como la del escritor portugués Miguel Torga, que, como muchos otros, recurrió a la autoedición en sus primeras obras.
Pero, quizá, para comprender mejor las dimensiones de lo que se está planteando, es necesario afrontar definitivamente la caracterización de lo que se viene denominando “espacio literario”. ¿Qué es, por lo tanto, el “espacio literario”? ¿Qué elementos lo determinan?