La máscara y el canto XI. La Venus hiperbólica*
Emilio Varela Froján
Serán numerosas las ocasiones en que Oteiza utilice la escultura para reinterpretar y dar forma nueva a antiguos mitos. Estatuas donde ponía en práctica las reflexiones e interpretaciones que sobre diferentes mitologías había escrito en forma de ensayos y poéticas. El Hombre de Altamira, de Lascaux, del Cromlech, El Hombre-Jaguar, Dédalo, Prometeo, Acteón, Dios... Una estatua como La Unidad triple y liviana, 1950, central en el pensamiento y en la obra de Oteiza, no sólo por estar en la base conceptual de su Propósito Experimental 1956-1957, sino también por ser frontera, por disputarse un espacio, entre la figuración y la abstracción, no podía quedar al margen de este encuadre mitológico. Lenguajes simbólicos y personajes mitológicos que, en forma de estatua, eran traídos por Oteiza a un tiempo apenas ya sin ritos y a un espacio sin máscaras.
Oteiza dejó una descripción exacta de lo que era esta estatua fundamental dentro del conjunto de su obra en el Propósito Experimental: “La estatua como desocupación activa del espacio por fusión de unidades formales livianas”. Pero esta estatua, clave en el proceso creativo de Oteiza, no sólo era modélica, como la define el propio Oteiza, en “(…) el tránsito (…) de la estatua pesada y cerrada a la estatua superliviana y abierta, la Transestatua”, sino también, y al tiempo, en la manera de representación consciente y concreta de una figura femenina. Pieza donde han desaparecido casi por completo las referencias figurativas, y donde ha quedado prácticamente debilitada la expresión. Pero aún así podemos reconocer en ella, además de su energía espacial hacia el exterior, los rasgos básicos de una mujer desnuda; no de cualquier mujer, sino de aquella que las representa a todas en su ser fundamental: la capacidad de engendrar y de proteger. Es decir, Oteiza recurre aquí, nuevamente, a las fuentes de la mitología; en concreto, a los mitos y los ritos asociados a la fecundidad, y representados por las Venus primitivas, anteriores a cualquier idea y significado del mundo, cuando aún la religión no se había impuesto a lo sagrado; es decir, cuando no se había imaginado ni figurado la naturaleza de los dioses, y todavía permanecían unidas la naturaleza y la realidad.
Exactamente, aquella estatua suponía la vuelta a las primeras representaciones de Venus, pero después del arte de las religiones y el de las vanguardias. Evidentemente, la estatua griega no era el modelo de Oteiza para su “Venus”, ni tampoco lo era su transformación, posterior, en la Virgen del Cristianismo; pues nada tan alejado del pensamiento estético de Oteiza que aquella concepción griega de la belleza, ni nada tan superado por él como la iconología de la religión. Pero, serán aquellas figurillas primeras, las venus paleolíticas, las que le servirán para actualizar, no sólo la forma, sino el contenido del mito; hasta el punto de transformarlo completamente, haciéndolo parecer otra cosa distinta, pues lleva al límite su expresión y cambia el concepto de fertilidad por el de energía en la estatua.
Concretamente, de las Venus arcaicas, de aquellos cuerpos desfigurados por la expresión de la fertilidad, de la forma exageradamente prominente de representar vientre, nalgas y senos para tan pequeño tamaño, y de la visión primera del mundo que tuvieron aquellos escultores, tomará Oteiza el proceder para su propia estatua, pero actuando de forma diferente sobre la materia para desfigurar su cuerpo en forma de concavidades, en este caso, por la geometría de los hiperboloides. De una forma contraria a la expresión, libera la materia para renovar su contenido, consiguiendo la energía necesaria de sus partes, de la disminución exacta de sus formas, y del adelgazamiento de su figura. Oteiza transforma la expresividad contenida en anteriores esculturas en receptividad para la nueva estatua, la subjetividad creativa de aquellos artistas en la sola objetividad de la estatua, es decir, la representación del símbolo, de los ritos para celebrar la fertilidad de la Tierra, de sus expresiones formales, en los campos de energía propios de la estatua, en las aperturas espaciales hacia el exterior de su propio ser o, mejor, la imagen y el significado de los objetos, en la inmovilidad y el silencio de las formas.
Una figura, La Unidad triple y liviana, que ya no corresponde a las formas de la iconografía cristiana para la mujer, a las imágenes simbólicas de las representaciones mitológicas, ni a la veneración de una diosa; sino, contrariamente, a las formas concretas de una mujer sin idealizar. Estatua que supone la transformación del cuerpo en el mundo encarnado, es decir, estatua que en su pequeño cuerpo convoca e integra todo el universo, y que Oteiza llevará al límite tanto en forma como en contenido, desfigurando y silenciando la expresión, hasta la destrucción completa del mito.
En definitiva, esta figura desnuda, al borde de la desaparición, apenas sin materia ni imagen, y carente ya de cualquier significación, lejos de la figuración del símbolo y de la representación de la diosa, de su significado y su sentido primeros, pero, justamente, por esto mismo, cargada de una fuerte energía al exterior, de una poderosa estructura integradora como el hiperboloide, la forma creada en la justa intersección de las esferas del mundo; anterior al modelo griego de la Venus y al icono cristiano de la Virgen; es descendiente directa de las más antiguas venus prehistóricas, como las paleolíticas de Willendorf y de Lespunge: es la venus hiperbólica.
* Extracto del texto La Venus hiperbólica. La última estatua del mito. sobre la unidad triple y liviana de jorge oteiza, incluido en la tesis doctoral que, con el título: Tipologías del texto crítico en el arte y en la arquitectura. la creación de los lenguajes, presenté el 24 de marzo de 2011 en el Departamento de Arquitectura de la ETS de Arquitectura de la Universidad del País Vasco.