El jazz y la poesía
Kepa Murua
La música y la literatura guardan numerosos secretos, la mayoría de las veces relacionados con el contenido y la explicación de las cosas que se dicen o se escuchan en estos ámbitos de la expresión artística y del conocimiento. Pero un secreto aún más emblemático es la relación que guarda la música con la escritura. Y especialmente con la poesía. Si la escritura es la partitura del lenguaje, la poesía es la partitura que tiene sentido y sonido, significado y ritmo; en otras palabras, voz que llega a la gente.
La música se hace porque, pese a que está todo dicho, todavía está todo por decir, al igual que la poesía sirve para expresar lo que no se puede decir con normalidad. El espectador, el lector, el oyente, entiende perfectamente lo que escucha o lee, interpretando con sus sentidos un lenguaje estético y artístico que cautiva al mundo en silencio.
La conexión entre música y literatura es patente en numerosos puntos, pero es evidente que el encuentro es significativo cuando hablamos de poesía y de jazz. El espectador en el jazz participa del instante creador con las variaciones improvisadas de sus instrumentistas, siente la espontaneidad en el aire, intuye la negación de estructuras preestablecidas, elementos que se pueden aplicar al pensamiento en la escritura, rasgos que comparte la poesía en su plenitud.
Se puede decir que el jazz es la música moderna con sus propias características: sensualidad, ritmo, libertad, improvisación. En claves poéticas, el jazz es suspiro y es grito, y tiene una personalidad libre que seduce con su magia y profundidad al resto de las artes, al cine y a la literatura especialmente.
Las manifestaciones del jazz como poesía sonora viven en películas como Bird, de Eastwood, o Round Midnigtht, de Tavernier. Las biografías de músicos (Bird o Charlie Parker por Russell, Autobiografía de Miles Davis, Como si tuviera alas de Chet Baker), junto con las historias de sus protagonistas en ambientes nocturnos donde se respira la sensualidad del dolor y el desamor urbano, son argumentos novelados en la historia de la literatura americana y europea (Jazz de Toni Morrison y Un invierno en Lisboa de Muñoz Molina).
Pero es en la poesía donde esta realidad sonora tiene más adeptos. En España, por ejemplo, surgen las primeras revistas literarias con colaboraciones de autores como Lorca o Cernuda, quienes quisieron que el jazz entrara en sus obras. Kurt Weil y Bertolt Brecht escriben The Knife (El navaja), donde un hombre roba y mata a otro, y se gasta el dinero en prostíbulos que retratan los bajos fondos de Berlín.
Josef Svorecky, con su novela El saxofón bajo, Jorge Guillen y el relato titulado Sólo de trombón, La espuma de los días, un relato sobre una pieza de jazz escrita por Boris Vian, y Julio Cortázar con Rayuela son otros ejemplos de este maridaje entre poesía y jazz.
No sólo se vive y se respira jazz en las letras, sino que además se toman prestados su estética y su manera de enfocar y vivir la música. La literatura se contagia de jazz cuando la estructura literaria propone secuencias diferentes, escenas interrelacionadas a modo de improvisaciones que llevan a la ruptura de los géneros en los campos artísticos y literarios.
Esta revolución tiene su colofón en poemas que toman elementos rítmicos del jazz, en las sucesivas variaciones literarias que irrumpen entre puntos musicados, en los silencios y otros registros que, bajo la palabra "jazz", engloban tendencias que, desde el siglo XX hasta hoy, registran elementos de la música del cabaret, de los guettos, del rock, del rap, así como de otros movimientos marginales o alternativos que surgen huyendo de una única definición.
No debemos olvidar que el jazz en sus orígenes nace a fines del XIX en el sur de Estados Unidos, recogiendo elementos y sonidos del blues y del canto espiritual de los esclavos en las plantaciones de algodón en Mississippi y Louisiana. En esa época, a través de la música se crea lo imprevisto: un espacio de poesía y libertad, tal como lo describe el argelino Mohammed Dib, en su libro El Niño-Jazz.
Nos dice Mohammed Dib: El niño miró a la guerra, no tenía rostro, fue ocuparse de otra cosa, la guerra guardó su secreto. Quizá el secreto de la libertad, de la lucha, de la rebeldía, del grito, del sufrimiento, del dolor, del jazz y de la poesía, que hoy sigue su propio camino, pese a que algunos la desprecien, como pasó con el jazz.