Mirando hacia otra parte. Escrituras XX: Utile dulci
Vicente Huici
Desde sus orígenes, la cultura occidental ha atribuido al arte y a la literatura la función de enseñar deleitando. Así, el precepto de Horacio que dice miscere utile dulci (o sea, unir lo útil a lo dulce), expuesto al final de su Arte poética, ha servido como guía de muchas de las obras que se han escrito, si bien algunas de ellas se han inclinado más por entretener que por enseñar o más por enseñar que por entretener, siendo como dice José Carlos Mainer “el arte docente puro un aburrimiento y, a menudo, una siniestra industria de los mayores hipócritas del mundo” (La escritura desatada. El mundo de las novelas, Temas de Hoy, Madrid, 2000).
Sin embargo, el lector que se acerca a un libro, sobre todo si es una obra narrativa, busca por lo general tanto entretenimiento como conocimiento. Ahora bien, ¿de qué entretenimiento y de qué conocimiento estamos hablando?
En cuanto al entretenimiento, la propia palabra indica qué es lo que se solicita: un tenerse entre, es decir, algo así como hacer(se) un paréntesis en la actividad cotidiana que permita acercarse a otros mundos, a otros paisajes, a otras gentes, a otras, incluso, culturas, fomentando el desarrollo de la imaginación y, a veces, de esa hija bastarda de la imaginación que es la fantasía.
Se supone que, tras este pequeño viaje, se regresa a la vida normalizada sin mayores problemas ni consecuencias. En esta dimensión, el lector tan sólo buscaría un descanso que le permitiría en algunos casos soportar una realidad más o menos inclemente.
Pero el lector también puede acercarse a la narrativa con el objetivo de asimilar conocimientos sobre el mundo que aparece en las obras. Esta inclinación es más habitual en el caso de las novelas de formación, de las novelas históricas o de la literatura autobiográfica. Así, Mario Vargas Llosa ha defendido en varias ocasiones que una novela puede proporcionar más conocimiento sobre un momento histórico o sobre una sociedad que muchas obras convencionales de Historia, y ha puesto como ejemplos La educación sentimental de Flaubert o el Bel Ami de Maupassant. Los ejemplos son buenos, casi se podría decir que buenísimos, pero que tales textos proporcionen conocimiento es algo que ha de dilucidarse a la luz de lo que se entienda como tal.
En principio, según los cánones científicos que rigen hoy día el conocimiento –y que continúan siendo los que circunscriben la lógica y la experimentación– habría que decir que no, que dichas obras u otras tan excelentísimas no proporcionan conocimiento alguno. Que todo lo más proporcionarían una idea, es decir, una visión –que es lo que quiere decir idea– sobre un periodo histórico o sobre un conflicto pasional (en competencia, en este caso, con la ciencia de la Sicología).
Y es que ocurre que quizá el lector no busque exactamente un conocimiento “científico”, sino más bien una idea aproximada de los temas que puedan interesarle, pues de otro modo no acudiría al arte o a la literatura para satisfacer sus necesidades cognitivas.
O posiblemente, el lector, más que un conocimiento, incluso que un conocimiento que pudiera aplicar a su vida diaria, busca un reconocimiento, un reconocimiento de sí mismo que en la analogía tenga para él una particular significación.
No obstante, el lector y la lectora se vuelven en este punto potencialmente escritores, puesto que el reconocimiento puede implicar una actitud más activa que la de la simple lectura. Nos coloca, de hecho, en la puerta de la escritura. Y si se cruza ese umbral estamos de nuevo al comienzo del hilo de Ariadna.
El hilo de Ariadna, así, apenas sin darnos cuenta, se ha recogido y comienza de nuevo a desenrollarse. Y en este hacer y deshacer, en este escuchar y contar historias –que hoy es también leer y ver historias– se nos va la vida, pero, gracias a todos y a todas, no se nos van las palabras.