Midnight in Paris
María Luisa Balda
En el bello cuento que nos relata la película Midnight in Paris, Allen nos habla del cumplimiento de los deseos. Su protagonista emula a la cenicienta en su anhelo por lograr lo que idealiza. Y también como ella, a las doce de la noche, en el delicado filo que divide los días, el ceniciento-personaje espera su transformación, pero esta vez ocurre a la inversa: a la hora de la medianoche, en vez de romperse el hechizo, se cumple el deseo.
Y Woody Allen nos recuerda que muchos fijan su particular "edad de oro" –sea parte de la historia colectiva o de la biografía personal– en una época ya pasada, y por eso irrecuperable; y nos dice que en ese deseo de ir hacia atrás, en ese regresar a lo ya vivido, como individuos o como grupo, no perseguimos otra cosa que huir del presente.
El motivo del film es un tema quizá tópico, manido, pero con suficiente importancia como para ser recordado: en el presente, y en el mero intento de alcanzar los deseos, es donde podemos aspirar a lograr cierto bienestar.
Porque además, si se reduce al absurdo esa posibilidad de regreso que la película permite, si se desea siempre lo anterior de lo anterior de lo que somos y vivimos, se llega a la disolución: ser de nuevo embrión en el útero materno o, mejor y en última instancia, ser no-concebidos: ese estado perfecto del que nos habla Cioran y que, en términos cósmicos, nos situaría en épocas anteriores al Big Bang.
Y en su relato, Allen también nos habla de otros asuntos: nos muestra a ese tipo de personas que buscan su bienestar en los objetos, y ridiculiza el modo en que las cosas les sacian para invocar otra forma de bienestar: esa satisfacción que nunca se halla en lo externo, sino que se localiza en un hallazgo íntimo, en un lugar alimentado de esfuerzos y de minúsculos placeres.
Y además, como le suele gustar hacer, el realizador nos presenta a un erudito de los que sólo escuchan su propia voz, y lo enfrenta con su protagonista: un personaje que simplemente desea sentir, pensar y buscar por sí mismo lo que las cosas significan para él. Y en esta contraposición, Allen muestra de nuevo su desprecio por esos intermediarios del conocimiento, incapaces de sentir emociones transparentes y que llevan a la espalda tantas letras y cifras memorizadas.
Pero también nos cuenta que París, al igual que cualquier otra ciudad, tiene poca vida que dar a quien no encuentra en ese algo íntimo y profundo la sustancia de su bienestar. Ese bienestar que se descompone sin remedio cuando la monotonía invade los días, o cuando el deseo se queda atrapado en los objetos o se instala en el puro anhelo de lo imposible.