Método Pilssener
Enrique Gutiérrez Ordorika
Los tilos duermen y mis dedos acarician teclas con sabores a piano, buscando versos para navegar el curso fluvial de una lágrima que baña un país que no existe. Rilke, el de la vieja Praga, sueña ojerosos relatos y enciende un farol para que un paseante se detenga. Tal vez tenga suerte y sea una mujer hermosa. Tal vez la belleza aún no haya sido poblada de imbecilidades. Tengo una edad en la que se hacen trasiegos a los afectos y una mala palabra encierra más ternura que cien cometas fugaces. Un Smetana envasado en un frasco de cremoso yogurt grita a un orfeón de obesos: “¡O se entiende de patrias o se sabe de destierros!”. El cuerpo inflado de un borracho naufraga sus ahogos bajo los arcos de un puente de piedra. Transeúntes ensimismados en sus sordos paseos lo ven morir con una sonrisa idiota en los labios. La piedad sigue tapiada tras el pálido cereza de la fachada de la casa que alberga un barril de cerveza negra. Vladimir Holan, el prisionero de una isla en la mitad del insomnio, también tuvo miedo a la vida. Los taconazos dados con botas de fieltro sobre un adoquín ausente se bebieron sus saludos. Lennon y Dvorak suenan en una guitarra acústica mientras una muchacha da un beso adolescente a una estatua con rostro turco. El castillo, el dragón y la princesa, en las almenas de las almohadas de un niño excesivamente tierno, hacen compañía al humo que sale por la chimenea del crematorio del cementerio municipal. Y el gato que duerme acurrucado en el desagüe de zinc, maúlla tres veces las primeras campanadas. Trabajando en el reloj de la torre, veo asomarse el rostro de un Kafka relojero que lanza hojas volanderas como nieve de papel. En el lomo del libro sagrado de un cura incrédulo, Bohumil Hrabal ha grabado el anuncio de la venta de una casa donde ya no quiere vivir. Un joven Milan Kundera plagia cajas vacías para vender su futuro. Acumulando mentiras y noticias, pasea su lengua haciendo sonar el timbre en un ombligo. Un sostén y unas medias femeninas comparten mesa con una botella de vino y una falsa promesa de volver a empezar. Ludmila, la del carmín transparente como el cristal y los gemidos roncos, lamenta el último orgasmo. Julius Fuçik, qué triste, tan sólo una víctima puesta de nuevo al pie de la horca. Un guiño de ojos verdes salpica con su largo tacón en el charco amarillento de una larga meada método pilssener como marcha fúnebre. Estrujado contra un muro de Mala Strana, un autobús con alma de acordeón gime entre carnes lujuriosamente blancas con pétalos de sangre en amorosos labios. Silencios de Janacek, visitado por la musa desnuda de pechos turbios que inspira la partitura: Taras Bulba cortando cabezas de gente que sonríe devorando pasteles. Posos de café en un delantal zíngaro desvelan el secreto de un jugador rubio, llamado Petras, que dijo amén de rodillas sobre el césped. En silencio, le grita ¡bobo!, un yoruba bailador de samba. Un mendigo apellidado Samsa se calienta en una esquina tras prender una hoguera con las hojas de un libro que contiene la profecía de un insecto. Monaguillos de la iglesia de Teyn se masturban, a la sombra de un olmo blanco, contemplando la muchacha de portada de una revista de modas abandonada por un turista accidental. “Bahía o meu bahía, nádegas caminho do coraçao”. La abuela corre la cortina de la cocina. En Certovka, el canal del diablo, una losa de mármol es encerada con el semen lechoso de un cisne negro. Jaroslav Seifert barre sus nieblas con una escoba al fondo del pasillo. Hay un ángel al pie de la tumba: “El pensamiento perdido en los ojos del unicornio reaparece de nuevo en los ojos del perro”. Frases ajenas escritas en la Isla de Kampa, a un palmo de un Jan, al que roban su apellido en una Isla Negra. Canción desesperada, lamentos de Bohumiles que entonan cánticos destilados del lúpulo verde. Sonrisas femeninas bajando el telón, intrigando con guiños debajo de las sayas.