Zarzalejo Blues: Bilbao-New York-Bilbao
Sergio Sánchez-Pando
Insertar lo ancestral en la modernidad parece, a primera vista, el principal reto planteado por Kirmen Uribe en su premiada y exitosa novela: Bilbao-New York-Bilbao. Se trata de una apuesta literaria valiosa para una sociedad y una cultura como las vascas, amenazadas por un proceso de globalización que no hace rehenes ni entiende de excepciones.
Sorprende, sin embargo, la actitud de aparente sencillez con que el escritor vizcaíno parece pertrechado a la hora de afrontar una empresa de tanta magnitud. Claro que es la suya una timidez, una candidez, engañosa como ocurre siempre –más aún si se es consciente– que desde lo local se aspira a lo universal.
Así, la recuperación de una cultura, de una serie de historias ancladas en un sistema de valores ligado a la tradición pesquera en el puerto de Ondarroa, se solapa con la actualidad del narrador, un joven escritor descendiente de esa misma cultura que se ha propuesto recuperar, cuyos compromisos profesionales le llevan a sobrevolar el Océano Atlántico en dirección a Nueva York –o New York, que es como aparece en el título–. Y es de aquí de donde emana un nuevo reto: combinar la tradición con la experimentación formal a través de la autoficción.
Con el recurso a un minimalismo que, en ocasiones, puede remitir a lo naif –no conviene olvidar la faceta de poeta de Uribe–, ejecutado a base de tenues pinceladas, el escritor elabora un fresco como si buscara crear su propia versión del mural pintado por Aurelio Arteta que sirve de detonante a la historia que nos narra, o quién sabe si lo que se trata es de emular a aquellos pintores que se acercaban hasta Ondarroa en los meses de verano. Sea como sea, el autor elude implicarse en el fragor de los hechos que narra, permanece ajeno a las implicaciones de su contexto histórico y evita juicios sobre sus personajes. Su narración resulta tan hábil como desapasionada en apariencia.
Ante tantos frentes abiertos, es el propio Uribe quien, en la página 146 de su novela, parece querer darnos la clave para acercarnos a su obra. Alude en ella a David Foster Wallace, autor que constituye el último paradigma de la experimentación literaria en la era posmoderna y referente ineludible para numerosos jóvenes escritores. La afirmación que recoge Uribe, pronunciada por el escritor norteamericano poco antes de su suicidio, viene a refutar o, cuando menos, a poner en tela de juicio el sentido de su propia obra: “Lo esencial es la emoción. La escritura tiene que estar viva, y aunque no sé cómo explicarlo, se trata de algo muy sencillo: desde los griegos, la buena literatura te hace sentir un nudo en la boca del estómago. Lo demás no sirve para nada”.
En definitiva, no importa lo numerosos y sustanciales que sean los retos y paradojas planteados por Bilbao-New York-Bilbao (lo ancestral frente a lo moderno, lo local ante lo universal, la ambición a través de la sencillez) ni los hallazgos a que pueda haber dado lugar su planteamiento formal, todo ello palidece ante el deseo expreso de su autor: que su novela venga juzgada según el mayor o menor grado de emoción que produzca la narración. Esto es, que una novela cuya factura aspira a la innovación venga juzgada según los parámetros tradicionales. Ante la nueva paradoja es al lector, por tanto, a quien corresponde establecer el veredicto.