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Espacio Luke

Luke nº 124 - Enero 2011

He hecho croquetas (y II)

Michelle

Para cuando llegué al infierno de la adolescencia, María había muerto de cáncer de mama, y vivíamos en la ciudad. Nos cuidaban dos personas: los martes y los jueves mi abuela materna, alta y guapa, cálida por fuera y fría por dentro, quien (las más de las veces) nos hacía fritadas para la cena; y lunes, miércoles y viernes, Basilisa, la asistenta, que por hacer un favor a nuestra madre se quedaba unas horas más para darnos de cenar. Basi era flaca e igualita que Gila físicamente, sólo que con una melena densa y canosa, cortada a estilo tazón, como se llevaba en la guerra. Nos contaba historias de la posguerra española. Comían mondas de patata y si había suerte, rata, y daban gracias a Dios por aquello, porque al menos estaban vivas y tenían qué comer. A nosotros nos hacía su especialidad, tortilla francesa, que acompañaba con patatas fritas a pesar de mis protestas: “No combinan, Basi. Las patatas fritas son para los huevos fritos, para la tortilla es la ensalada”. “Calla y come, que no sabes ni freírte un huevo”. “Porque no es mi función. Yo tengo que estudiar, freír huevos te toca a ti”. “Mira la señorita”, replicaba, y yo no entendía por qué aquello era de señorita, si al instituto íbamos en pantalones casi siempre y las chicas también participábamos en los debates de Filosofía, porque ya había llegado la democracia.

Como no iba a contarle a mi madre, que trabajaba también los fines de semana, que mi abuela se quedaba con el dinero de las cenas –a pesar de que su hija, una pionera del feminismo sin saberlo, le pagaba un sueldito por su colaboración–, me veía obligada a resolver el problema. Dedicaba los sábados a compensar la falta previa de carne, pollo y pescado consiguiendo, al tiempo, dar rienda suelta a mi creatividad: me inventaba platos. No usaba recetas porque sus imperativos y sus ingredientes imposibles me asfixiaban, me cortaban las alas. Mi hermano y yo comimos todo tipo de combinaciones nutrientes, y cómo nos asombrábamos, qué risa: “¡Sabe bien, sabe bien!” Todo salía rico en el horno, y era el método menos peligroso, el más amable.

A los dieciocho años me fui de casa. Los infiernos de la adolescencia a veces tienen este desenlace. Y olvidé cómo cocinar. Al principio comía fruta y pan, cosas frías, pero mi amnesia continuó cuando mejoró mi situación económica. Quizá no deseaba permitir que nadie en este mundo presupusiera que por ser mujer tenía que saber cocinar. Empezaba mi vida de persona libre, independiente. No iba a hacer “lo natural”, lo que se esperaba de mí por algo ajeno a mi voluntad, como tampoco iba a convertir el amor o el sexo en un contrato, pretendía ser libre siempre. Tampoco pensaba superar el horror a meterme un lápiz en el ojo para parecer más guapa, ni usar sujetador ni ropa que moldeara mi cuerpo para gustar a los hombres. Ni siquiera iba a considerar la posibilidad de usar tampones. Mi relación con la vida iba a ser mi relación con la vida, no lo que me ordenaran los usos y las costumbres, sus ejecutores, porque en el reparto del sistema sexo-género me hubiera tocado el peor papel de los dos.

No sé por qué olvidé cocinar, pero sí que desde el día en que salí corriendo de la casa de mi madre hasta ayer, sábado, treinta años después, he sido absolutamente incapaz de cocinar nada que pudiera comerse, incluso aunque lo intentara, como hice en 1986 cuando una familia de un país en guerra me pidió una “tortilla española” y al girar la sartén de hierro macizo para voltear la sospechosa masa, cayó todo el contenido al suelo de tierra. Comimos huevos revueltos con patatas pasados por la arena.

Pienso, ahora, de una manera un tanto onírica, que quizá olvidé cocinar porque sólo quería hacerlo para mi hermano y para mi madre.

En cualquier caso, lo importante es que ayer sábado hice croquetas, siguiendo la receta de mi querida amiga Gloria de Xan, a quien filmé preparando este plato hace unos años, cuando ella tenía 77: después de picar el pollo y echarlo a la sartén con un par de cucharadas de aceite, espolvorear harina y un poco de sal, mezclar bien, empezar a echar leche del tiempo, a pocos, y remover, remover, remover…