Bestiario
José Morella
Me encanta leer a Slavoj Zizek, por razones que van más allá de sus posiciones políticas, filosóficas o vitales. Me encanta, más que por ser tan claro y tan incisivo, porque escribe bien. Hace mucho tiempo que dejé de creer en las fronteras entre el discurso literario y el que no lo es. Disfruto mucho de lo literario en textos que no fueron pensados como literatura. Los libros de Zizek, por ejemplo. Me pasa lo mismo con el periodismo. La última historia que estoy leyendo por fascículos en la Red es la de la familia Maddoff: los hijos que delatan al padre y luego se suicidan, no me digan que no es shakespeariana la cosa. Mejor que muchas novelas. Total, que cuando miro las listas de libros más vendidos, no entiendo por qué las dividen en ficción y no ficción. Todo es ficción, y a la vez ninguna ficción es irreal.
Bueno, a lo que íbamos: en mi lista de más disfrutados, junto con Coetzee, Quino, Colette y algunos más, está Zizek. A Zizek le encanta provocar. Es un exhibicionista intelectual muy gamberro, y me hacer reír tanto que no puedo sino darle gracias. Pero entre tanta explosividad nos dice cosas serias que resuenan como verdaderas. Una de sus provocaciones consiste en decirnos que los auténticos fundamentalistas son más tolerantes de lo que parece. Veamos: habría dos tipos de fundamentalistas: los auténticos y los pervertidos. Los Amish serían un ejemplo de auténticos fundamentalistas (viven aislados, sin apenas tecnología, haciéndolo todo como hace cientos de años), mientras que los republicanos radicales del movimiento Tea Party, por ejemplo, serían los pervertidos. Los fundamentalistas auténticos no envidian para nada nuestros ordenadores ni nuestros coches. No van a nuestros cines, no se ceban a hamburguesas en nuestros antros de comida basura. No envidian ningún supuesto goce de la vida de sus vecinos. Al no envidiarles, les dejan en paz. No insisten en que les imiten, no se indignan con ellos. Nunca les molestarán. Pero un votante de Sarah Palin sí que envidia lo que no practica. Sí que envidia, aunque jamás lo confiese, el sexo calmado y sin culpa de otras personas con las que comparte supermercado, gimnasio y autobús. Sí que está pendiente de lo que los otros disfrutan y no soporta ver cómo lo disfrutan. Los que viven el mundo de otro modo les irritan sobremanera sin ni siquiera intentarlo. De forma que, paradójicamente, es más tolerante el fundamentalista que, en principio, parecía que iba a serlo menos.
Mi abuela por parte de padre, que en paz descanse, era Testigo de Jehová. Se refugió en esa secta ya muy mayor, y no todos sus hijos lo entendieron. Como pasaba largas temporadas en mi casa, a veces venían sus “amigas del templo”, como ella las llamaba, a tomar café, y a nosotros (yo era un niño chico, y empatizaba con mis padres en este asunto) no nos caían nada bien. Mis padres y yo tolerábamos muy mal a aquellas señoras que, aparte de ser un poco estiradas y vestir con muy mal gusto, no nos hacían nada malo. Sólo desprendían ingenuidad, calma y cierto halo kitsch. Ellas, sin embargo, nos toleraban perfectamente a nosotros. Se limitaban a tomar café y preguntar a mi abuela por su última visita al médico o algo parecido. A veces intentaban hacer proselitismo, pero no demasiado ni muy a menudo. Nuestra supuesta degradación moral y el hecho de que fuéramos a irnos directitos al infierno parecían traérsela al pairo. Pero a nosotros, sin embargo, su fe en Dios nos escandalizaba. Sacaba lo peor de nosotros. Las criticábamos con saña y nos regodeábamos en lo muy equivocadas que estaban, en lo crédulas que eran. Malas vibraciones, las nuestras. Dentro de muchos de nosotros, en definitiva, hay una intolerancia difícil de ver, difícil de reconocer. No sé qué les pasará a otros, pero a mí leer a Zizek me da una muy útil foto de mis imperfecciones. Y, por cierto, muy divertida. Suelo troncharme de risa leyendo. ¿Qué más puedo pedir?