La promesa y el té
Enrique Gutiérrez Ordorika
Hoy me he montado en el ferrocarril que hace la ruta de los suicidas. Tenía ganas de visitar a Vladimir. ¡Llevo mucho tiempo sin oírle! Quería comprobar si es verdad lo que se comenta en las tertulias de los cafés: que se ha mudada a la dacha del arrepentimiento. Un cobrador anciano, con ojos de vigía, me ha entregado el billete con indiferencia. Se ve que no prestan demasiada atención a los nuevos viajeros.
–Se llama Cesare Pavese, y aún le afecta el devenir... –me ha susurrado al oído una pasajera de cabellos rubios y rostro pálido como la nieve–. No habla porque “el que habla es como el arroyo murmurador que se traiciona a sí mismo”.
Recuerdo el eco de la lectura sobre algunos renglones turbios. Pertenece a una estirpe de cuidadores de rebaños que otea mujeres que pierden sus vestidos por la hierba que enverdecieron las colinas en las que ahora pastan edificios de hormigón que balan con oculares sonidos de semáforos. No sé por qué siento estos deseos cuando miro desde un tren... No entiendo el ronco idioma del guardavías. La mujer insiste:
–Mi parada está próxima. Me apeo en Ráivola, el día de San Juan. Tan al norte, el sol apenas muestra su larga cabellera, se bebe de “un frágil vaso dorado el brindis del instante”.
El liliáceo de sus labios contagia invierno. Me pide que le tararee una canción sureña y yo comparto sus antojos: El mirlo que la abandonó escondió su desnudez en la inquietud del rosal. Temió que lo descubrieran en plena caída de los pétalos que estaba deshojando. Sintió vergüenza de que supieran su secreto: Estaba enamorado de Alfonsina, una joven que distaba mucho de ser hermosa...
Hemos atravesado el túnel de lo indecible y hay quien se queja de esta negra oscuridad, velada vestimenta o luto por el asesinato de dios, velada danza de velos y espejos, en la que una marchita Isadora trastabillea sus pies descalzos. Suenan metálicas las lágrimas que rebotan en la tarima. En el enebro espeso se sigue desangrando un cristo invisible. Pita la máquina para espantar a los niños que desabotonan sus rizos en los bordes de los andenes. Un coro de insatisfechos grita acusaciones por sus vidas pérdidas. Hay silenciosos que hicieron un pacto con el diablo y mudos a los que el silencio se les oye. Me apeo a mitad de camino. Un Sergei campesino me conduce por senderos de Riazán, montado a lomos de un buey amarillo. Nubes de migratorios vencejos han anidado en los campanarios en ruinas. Nadie tañe la hora doce. Nadie transporta los avisos. Vladimir me sigue aguardando en las laderas de Kutaisi. Tiene preparada la tetera y un discurso que no oiré, para convencerme.