Mirando hacia otra parte. Escrituras XVII: el espacio literario
Vicente Huici
Un aspecto que a menudo no se suele tener en cuenta a la hora de publicar una obra narrativa es que, como consecuencia directa de la publicación, se incorpora a lo que se ha venido en llamar el “espacio literario”.
Ciertamente, aun cuando la obra circule por los amplios márgenes de la literatura comercial o por los más restringidos de la literatura de inclinaciones artísticas, queda de hecho inscrita en algún nivel de lo que Pierre Bourdieu ha denominado el campo o espacio literario y que no es sino “ un sistema de relaciones sociales que está definido por la posesión y producción de capital simbólico” (Langage et pouvoir symbolique, Ed. du Seuil, París, 2001), es decir, por un sistema de reparto de poder no estrictamente económico, aunque lo económico pueda tener en algunos casos una importancia relevante.
Mediante la inscripción de la obra en un nivel determinado del espacio o campo literario, su presencia ratifica o desdice otras obras situadas en el mismo ámbito y ubica, asimismo, a su autor o a su autora en un mapa de posiciones de poder. En dicho mapa, el beneficio económico se percibe en forma de derechos de autor; y el beneficio simbólico, de diversas maneras, las principales de la cuales son la perspectiva de nuevas publicaciones y la proyección social del escritor.
En efecto, más allá de la renta económica, que, salvo excepciones, no supone sino un complemento a otras rentas mayores y fundamentales que sustentan verdaderamente a los autores, la renta simbólica es la que más claramente se manifiesta, bien en la contratación de nuevas obras para su posterior publicación, bien –lo que suele ser más frecuente y obvio– por el incremento de la posición de fuerza del autor frente a la opinión pública o, al menos, frente a un público específico, con la consecuencia ad intra del reforzamiento del propio autor en el entramado editorial y crítico. Ni que decir tiene que la proyección económico-simbólica habitual que supone la publicación se multiplica si la obra recibe algún premio comercial o una distinción institucional.
En cualquier caso, las posiciones ocupadas en el campo literario, como las de cualquier otro campo de poder, no son nunca definitivas, sino que están sometidas a una continua tensión. Y se podría afirmar que el elemento articulador y definidor de tal tensión en el mundo literario occidental es la moda, por mucho que cueste admitirlo. Justamente, tal y como muy bien apuntó Roland Barthes (El sistema de la moda, Ed. Gustavo Gili Barcelona, 1978), la moda, como proposición continua de cambio formal dirigida desde las grandes multinacionales por los grandes diseñadores (de la confección... y del libro) es un proceso que va señalando una modificación sucesiva y calculada de valores (estéticos), de manera que no sólo afecta al lector que quiere estar à la page y leer lo que hay que leer en un periodo temporal determinado, sino también a los propios autores, que, si no escriben teniendo en cuenta los valores dominantes, corren el riesgo de perder fuerza en la posición que ocupan en el campo literario, a no ser que sean ya muy reconocidos.
Algunos piensan que esta descripción sólo es válida en el ámbito de la literatura comercial, pero se puede también constatar su vigencia en ámbitos más restringidos como el de la literatura de vanguardia, porque la distinción que genera la aceptación de una determinada moda es un fenómeno funcional independiente de su contenido: así, hay una distinción que se deriva de leer la última novela histórica y otra distinción que proviene de leer la última obra de un autor muy consagrado (que, por cierto, a veces hasta ha escrito una novela histórica).
Pero el espacio o campo literario no se podría concebir sin la concurrencia de lo que se denomina La Crítica, así, con mayúsculas. Ahora bien, ¿qué papel desempeña La Crítica en todo este entramado que se viene describiendo? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de La Crítica?