Ocurrió en muchos artistas antes, pero sólo de forma consciente en el escultor y poeta vasco Jorge Oteiza. Después del completo abandono de la figuración y de practicar una abstracción radical en la mayoría de su obra, persiguiendo el vacío conclusivo de la estatua –hasta el punto cero de la expresión–, encontró nuevamente en el hombre, en la palabra y en el libro lo que estaba más allá de la estatua concluida, del silencio de su vacío construido, y dentro de sí, la voz de la conciencia y la luz real de las desapariciones y de las ausencias. Y pudo dar, finalmente, con la palabra definitiva para decir lo que realmente es humano, la verdad de la materia consciente. La palabra justa, el instrumento cóncavo y hueco, que al ritmo lento del silencio irá componiendo la música inmóvil del poema, las figuraciones de la nada y del vacío. Y en un lenguaje fabricado en la escultura, terminal para el libro, un lenguaje de fuego que consume lo que nombra, en los infinitos términos del amor después de la muerte, pudo decir los cantos del silencio y figurar las máscaras de la inmovilidad.
Comprendió que lo guardado en el centro de la estatua, y que debía liberar, era la palabra ("pobre estatua sin voz dentro de su piedra", Teomaquias 4.1); que la lucidez metafísica del vacío era, en realidad, la ausencia humana. Que sólo la ausencia, figuración concreta de la soledad por amor y muerte, por abandono y pérdida, es el infinito realmente humano, la única imagen en cuya transparencia se contempla el rostro cierto, y se respira el silencio definitivo de la palabra. Que aquel vacío inmóvil en el aire de la estatua quedaba en el libro como la luz de la ausencia en la atmósfera de la desaparición, como la palabra en el volumen exacto de su destino.
Cuando Oteiza llega –o mejor: cuando entra en la palabra–, ya tenía hecha la estatua, y tenía hecho el libro. La poesía, la forma de respirar y contemplar el mundo, ya estaba en él desde un principio. El poema, la palabra poética, fue su última parada en los límites de la estatua, y en los términos del libro. Eran los últimos rostros y nombres ante lo que termina, los paisajes y los lenguajes para la inmovilidad de la luz y la visibilidad del silencio, los destinos definitivos de las máscaras y de los cantos. Para que Oteiza concretara en la estatua la dimensión real de todo el vacío y la duración real de la nada, le fueron necesarios un ancho espacio y un largo tiempo, que, definitivamente, en la palabra poética, límite y término del lenguaje, consiguió materializar como la inmovilidad y el silencio, y, con ello, dar forma concreta en el libro a las desapariciones y a las ausencias, a los abandonos y a las pérdidas, a las despedidas y a los olvidos.
Pero este material no podía tener ya la forma de la estatua. La estatua que estaba concluida en un vacío inconsciente y sin respuesta. Un material que no iba a organizarse más en unidades planas, en maclas y cuboides, en conjunciones de diedros y triedros, en construcciones y cajas vacías, metafísicas, sino en el volumen del libro, convertido en un material más íntimo, profundamente humano, donde el rostro del vacío y la inmovilidad del espacio serán la visibilidad del silencio y el nombre de la ausencia. El vacío en la estatua material y exterior quedará después en el libro, moral e interior, y dentro del hombre. Pasó el tiempo de la estatua vacía, la ausencia es ahora un vacío abierto en la carne, humana y éticamente.
Y de aquel silencio final de la estatua, de aquel lugar abandonado por el hombre, el escultor recibirá el don de la nueva palabra y, con ella, el destino de su definitiva vocación en el libro: "Las palabras saben que vamos a morir", (Itziar: elegía). Y al crearse el silencio de la palabra, al nacer conscientemente de la estatua, encontró un nuevo sitio, una nueva hora para el hombre en el lenguaje, donde trabajó finalmente, no con el material opaco de la estatua y sus vacíos físicos, sino con el verdadero material humano que supone la conciencia del fin y de la inexistencia: los nombres de la ausencia y los rostros de la desaparición.
Y, justamente, fue en el libro –tras un largo proceso de abandonos y renuncias: "Ahora que me limito y me reduzco", Androcanto y sigo 9– donde vació por completo su propia vida, y la de todos. Donde fue definitivamente a morir.
retrato fotográfico del pintor Luis Fernández