Tenía dieciséis años cuando descubrí el fascinante mundo del Extremo Oriente. El día de mi cumpleaños, mi hermano Juan me regaló un libro que me iba a descubrir una realidad cultural prácticamente desconocida por mí. Estoy seguro de que mi hermano ya no recordará aquel regalo que me hizo, porque han pasado veinte años de aquello. Pero la lectura de ese libro fue decisiva en mi existencia, siendo el preámbulo de un destino que diez años más tarde me haría llegar hasta la lejana China. Aquel libro que me regaló mi hermano era de un autor alemán muy famoso –Premio Nobel de literatura–, pero para mí completamente desconocido: era otro que Herman Hesse. Y aquella obra no era Sidhartha ni tampoco Demian, esas dos joyas de la literatura que a tantos lectores europeos han arrastrado hasta los confines más lejanos del Oriente, y que un poco más tarde yo también leí entregado por el mayor de los entusiasmos. El libro, una novela corta, se titulaba El último verano de Klingsor, y desde entonces creo que arrastro un poco la sombra de Klingsor allá por donde voy.
Klingsor es un personaje por el que el lector rápidamente siente simpatía. En esta novela corta, Hesse nos habla de los últimos meses de la vida de Klingsor, un pintor que intenta interiorizar en el lienzo el alma de los paisajes que pinta en plena naturaleza, y que en cada momento quiere gozar de los pequeños instantes de la vida, porque en lo pequeño reside lo grande de las cosas. Pero lo que más me atrajo de esta novela corta eran las lecturas de cabecera que Klingsor tenía. Por primera vez en mi vida entré en contacto con la poesía china, concretamente con algunos textos de Li Bai, el excelente poeta de la dinastía Tang, transcrito por Herman Hesse con el nombre de Li Tai-pe. También empecé a tener noticia de un texto fundamental de la filosofía oriental, El libro del Tao, del que aún no sabía nada a pesar de que ese mismo año había cursado en el instituto la asignatura de Historia de la Filosofía. Para un adolescente como yo, que ya le robaba horas a la noche para leer los libros que en el instituto nunca iba a tener la oportunidad de leer, los versos vitalistas de Li Bai y las sentencias filosóficas de Lao Zi me hicieron entrar en una nueva aura cultural de la que nunca he podido escapar. Con el tiempo fui descubriendo a otros escritores orientales que calaron hondo en mi bagaje literario, como Rabindranath Tagore (en versión de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí) y su transparente y lúcida prosa poética. Luego llegó la universidad y antes de licenciarme, en el último curso, tuve la suerte de adentrarme de una manera más profunda en el estudio de la literatura china. El destino me había salido al paso, y la senda abierta por Herman Hesse en mi plena adolescencia había llegado a esa encrucijada de caminos en la que sólo se puede elegir una dirección, mirar hacia un objetivo sin que nada te importe, como si te jugaras la partida del futuro inmediato a una sola carta. Y a la primera oportunidad, no dudé en coger la maleta y volar hacia China en búsqueda de otra cultura que explorar.
Ahora escribo estas palabras en una casa de té de un barrio populoso de Shanghai, mientras una tormenta golpea con toda su fuerza contra el asfalto de las calles de la ciudad. Entre sorbo y sorbo de té intento recordar aquel lejano día de hace veinte años cuando mi hermano me regaló El último verano de Klingsor para el día de mi cumpleaños. Nunca le he dicho a mi hermano lo agradecido que estoy por haberme descubierto a Herman Hesse y junto a él a Klingsor, a Li Bai, a Lao Zi y a todos los escritores y filósofos orientales que vinieron después. Quizá el destino está escrito en las líneas de nuestras manos y quizá sean pocos los que lo saben y tienen el valor de seguir la senda oculta que nos lleve a seguir sin miedo hacia ese destino. Yo no sé si seguí el camino apropiado, el tiempo lo dirá, pero ahora estoy en el centro de Shanghai, haciendo que el lento existir de los días sea lo más pleno posible, cuando ya la tormenta ha pasado de largo y la ciudad ha comenzado a recobrar esa quietud antes de que la noche cubra con sus sombras cada rincón de la ciudad.
En la Europa de la primera mitad del siglo XX, Herman Hesse abrió un camino literario que despertó a muchos lectores la curiosidad por las culturas del Lejano Oriente, después del influjo personal que recibió el escritor alemán tras su viaje a India. Y lo hizo desde el respeto y el conocimiento, no cayendo sólo en las redes del simple exotismo y la palabra huera. Hesse creía en la humanidad, en el corazón universal de los hombres, por encima de las razas, las naciones y las fronteras que hacen que los seres humanos se odien, se enfrenten y, lo peor de todo, se maten entre sí. En sus libros muchos lectores apreciaron –y siguen apreciando– esa sabiduría universal que él aprendió en otras culturas y que ellos mismos sintieron propias al navegar por sus páginas como barcos en el océano, como si estuvieran ahí desde toda la vida y hubieran convivido con su forma de ser y estar en este mundo. Porque lo universal siempre está al alcance de todos y cuando se descubre que en las culturas hay más cosas que nos acercan que cosas que nos separan, lo que parecía lejano ya está a nuestro lado, quizá más cerca de lo que siempre habíamos creído, sin la necesidad de haber recorrido miles de kilómetros para ir hasta su encuentro. Leyendo El último verano de Klingsor descubrí, en mi ya lejana adolescencia, un mundo literario en el que quedé atrapado de por vida y en el que sigo imbuido de forma plena. Sólo hacía falta descubrirlo, que alguien te brindara la oportunidad de mirar más allá de la realidad en la que te has educado, y un libro, como regalo de cumpleaños, fue suficiente para levar el ancla e izar las velas para ir en busca de otros mares jamás surcados por mi imaginación.