Yo le había reconocido que casi todo en la isla se debía a los ingleses. Había aceptado que Menorca había cambiado mucho desde que Lord Khane introdujera las vacas frisonas y el forraje, que la devoción por los caballos, manifiesta en las carreras de trotones y los jaleos, no dejaba de tener un punto británico, que la ginebra tenía sin duda que ver con la mítica Reina Ginebra, que, en fin, hasta el magnífico queso de Alaior podría estar inspirado en el "cheddar" anglosajón.
Pero me negué en redondo a aceptar que pudiera existir una Binibequer "well". Y le insistía en que su "well" era en realidad un "vell" amigablemente opuesto a un "nou", fenómeno comprobable en casi todas las costas de habla catalana.
No era fácil contradecir a aquella rubia porque ante todas las objeciones tenía la callada por respuesta y todo lo más un ligero mohín de disgusto, pero la filología es la filología, y allí, en la Plaça de Sa Esplanada, bajo una sombrilla que apenas si lograba conjurar el sol de agosto, apuraba mi horchata big size con un repunte de orgullo: ni siquiera aquel cruce de piernas olímpico iba a hacerme cambiar de opinión.
Continué pensando durante un buen rato que todo se debía a un error de percepción visual, de lectura apresurada, pero no: la rubia sabía muy bien lo que decía y lo decía así porque le parecía más "guay" que su estancia menorquina transcurriera en Binibequer well y no en Binibequer vell. O sea, que era una pija pijísima y yo no me había dado cuenta.
Así que me pedí directamente una "pomada", aceptando que debía acompañarla hasta que apareciera Miquel Xavier. Entre tanto, le metí, para compensar, un chute francófilo de aúpa, explicándole cómo la salsa mayonesa se puso de moda en la corte francesa desde que Richelieu pasó por aquella Balearis Minor (todavía no había leído, por recomendación de Pla, el libro de Pedro Ballester, De re cibaria, en el que se rebate esta teoría) y dijo algo así como "Oh, mon dieu!", tras probar la susodicha salsa.
Apenas reaccionó. Tan sólo sonrió y preguntó si la panadería La Mejor quedaba muy lejos, porque le apetecía una ensaimada. A la piba le sonaban las cosas. Que sí, que quedaba bastante lejos, en la otra punta de Maó, le dije con cierta acritud. Puso cara de compungida hambrienta y entonces le ofrecí como alternativa un helado de chocolate puro en El turronero, algo más adecuado a aquel ferragosto. Se le iluminó el rostro y vi que daba por concluida nuestra disputa filológico-histórico-gastronómica, lo cual que me alivió mucho.
Nos levantamos y tiramos por la calle Doctor Orfila hacia abajo. Ella se colgó de mi brazo contoneándose porque no lograba mantener muy bien el equilibrio con aquellos taconazos que llevaba. Comenzó a soplar una tímida tramontana entre el gentío y yo suspiré aliviado. Desde luego, ¡vaya novias que se echaba el Miquel Xavier!