Mi conducta se explica porque Billy (el traidor) no me llamó aquella tarde, cuando sabía perfectamente el interés que yo tenía en visitar Calcuta. Toda persona que siente sobre su sien la fría elocuencia de un revólver actúa de manera mucho más fiable. Así que cuando me iba a bajar del taxi, ya en la ciudad, sentí la cínica necesidad de agradecerle que al final hubiera sido un buen chico y se hubiera avenido a mis deseos, a lo que él respondió todavía tartamudeando y con mirada ovina. Le recordé la conveniencia de ser leal, lo bueno que es tener y respetar un código de honor compartido, la importancia de la palabra de un caballero; eso y que el puñado de diamantes que brillaban dentro de aquella bolsa blanca en aquel viejísimo Ford destartalado nos pertenecía, y que él los había robado. Balbuceó algo inconexo, como si asintiera a mis palabras y jurara que nunca más ocurriría. Ya con las joyas en mi poder, hice ademán de pagar al taxista la carrera y esperé el momento en que éste, para cambiarme el billete grande que yo le había ofrecido, entresacaba del fondo de sus ropas una billetera desgastada: disparé dos veces, una contra la nuca del Billy (el desgraciado) y otra a través del respaldo del asiento del conductor. Aquello tenía que parecer un robo, así que me llevé la billetera del taxista –en verdad un pobre hombre– y hurgué entre los bolsillos de Billy hasta dar con la suya. Después esparcí por el interior del coche media docena de billetes pequeños para darle más verosimilitud al montaje. Me alejé despacio por el callejón lluvioso y repleto de gente que dormía sobre la misma acera, como piedras envueltas en harapos, hasta que pude tomar un rickshaw en la esquina con Chowringee Road. El que tiraba del carro y yo cruzamos una mirada a través del espejo retrovisor y advertimos a un tiempo la mancha de sangre oscura y seca en la mejilla. Pero estos porteadores son muy prácticos: como si oliera un asunto sucio en esa mancha granate, se limitó a mirar hacia delante y a preguntarme por la dirección. De todas formas, me bajé en marcha y zigzagueé entre el tráfico hasta alcanzar de nuevo la acera. Allí me limpié a conciencia la frente delante de un escaparate y regresé a mitad de la calzada para tomar de nuevo otro rickshaw. En él me alejé Chowringee Road abajo en medio de una marea de taxis, camiones, bicicletas, hombres vivos, hombres muertos e infinidad de rickshaw, bajo una lluvia pestilente y un viento que anunciaba la llegada del monzón. Me recosté en el asiento, encendí un cigarrillo y dejé que mis pensamientos volaran un rato. Mis días en Calcuta se acercaban de nuevo al final. Después de las presiones de Marlett y del resto, había rescatado la mercancía. Podía respirar tranquilo y hacer planes: regresar a Londres, contactar con Mike, volver al trabajo de oficina. Me tranquilizaba verme despegando en un avión y dejando atrás aquel clima cansino. De aquellos sueños me sacó la alarma del móvil. Metí la mano en el interior de la americana y entonces ¡dios mío!, los diamantes no estaban ni en el bolsillo interior ni en ningún otro. Cogí el teléfono. El nombre de Marlett parpadeaba en la pantalla. Me incorporé y miré hacia delante, hacia el fondo de la avenida: no había ni rastro del primer rickshaw donde se habían quedado los doce diamantes, dentro de una bolsa de plástico barata. Me hundí otra vez en el asiento del vehículo y esperé a que Marlett se cansara de insistir. No había prisa por contestar. Un agente cansado de Calcuta volvía a tener problemas con su jefe.
Fotografía: Fernando Moleres