Maricarmen, que está muy puesta en estas cosas, me dice que a un par de calles vive Juan Goytisolo. Bueno, que medio-vive, porque alterna regularmente Marrakesh con París, como ha alternado a jóvenes huesudos con Mónica Lange. Le miro mal a Maricarmen y me pide perdón. La tomo de la mano y dejo caer mi mirada sobre la plaza desde nuestra terraza del Café de Paris.
Lo cierto es que la plaza se sigue pareciendo mucho a cuando estuve por primera vez, treinta años atrás. Continúa habiendo aguadores, encantadores de serpientes, escribanos, un sinfín de puestos multicolores y, sobre todo, gente, mucha gente. Por lo que he oído, han ampliado el aparcamiento aledaño y la capacidad de recibir turistas se ha multiplicado por cuatro. Pero la mezquita de la Koutubia sigue ahí, impertérrita y rosada.
Tomo un té con menta que le hace mucha gracia a Maricarmen, adicta a la cerveza Kronenbourg desde que la conozco. “¿Te acuerdas de Mohamed?”, le pregunto sin apartar la vista de plaza. “Claro, vaya acojono”, responde cabeceando.
Mohamed –¡a saber cómo se llamaría de verdad!– fue el guía que tuvimos en Marrakesh durante la primera visita. Era alto y berebere, como dejaba bien claro cada vez que tenía la oportunidad. Nos paseó de la Ceca a la Meca –nunca mejor dicho– y medió en numerosas ocasiones, cuando ya estábamos hartos del deporte nacional del regateo. De aquellas charletas extenuantes se deriva la gran alfombra roja que todavía tengo en el recibidor y un par de candelabros dorados que mi madre limpia cada vez que viene de visita.
Una tarde, sin embargo, nos retrasamos haciendo compras en la casba, cerraron las puertas y nos quedamos sin poder volver al hotel. Estuvimos vagando de cafetín en cafetín y de casa en casa, hasta que, por fin, a eso de las seis de la mañana, las puertas se reabrieron y salimos pitando hacia la Avenue des Nations Unies. Media hora antes de nuestra liberación, Mohamed nos preguntó respondiéndose: “¿Tenéis miedo? Porque aquí quien tiene miedo ya está muerto”. Vaya acojono, sí, y de los gordos. No volvimos a la casba ni volvimos a ver a Mohamed, porque apenas salimos del hotel hasta que nos marchamos.
Maricarmen me mira de soslayo, transfigurada como está con la túnica amarillenta que ha decidido ponerse hoy. “¿Qué? ¿Nos tomamos la noche libre y nos perdemos hasta el amanecer?” Y yo no sé qué responderle porque, la verdad, no acabo de comprender lo que me pregunta. Pero, entre tanto y por si acaso, me pido otro té con menta mientras aprieto su blanca y pequeña mano.