Alargó las manos lejos, lejos,
y escuchó con las puntas de los dedos
Rainer Maria Rilke
Attila lo sabe: Aquí hubo hierba antes de que hubiera ciudades. El horizonte era una trenza de una muchacha que todos anduvimos persiguiendo. Hubo incluso quien, en el intento, llegó a un lugar del que no se tienen noticias.
Groenlandia, apuntaba mi abuelo, el del pelo cobrizo. Pero Groenlandia no pudo ser. Es poner demasiada esperanza en un continente helado. Lo mató la gangrena o un puñado de hollín de horno alto. Hay una taberna Noruega en el muelle de Olaveaga, donde bebía en vasos sucios para camuflar las gotas de sangre de un cristo cobarde, al que no aceptaron los altivos celotes porque perdonaba. Ahora miro tras el cristal y llueve. Llueve a morir. Y por más que no lo admita, el agua nubla la vista tanto como una botella de vino. Cuando escampe, volveremos a comprobar que de nuevo han vuelto a emigrar los viejos paisajes. Como no dejaron sus recuerdos, me pedirá que me invente su memoria. No soy un iluso. He leído en el periódico esta mañana que ayer murió el último taller de la margen izquierda.
Si el chatarrero recogiese corazones oxidados, tendríamos suficiente calderilla para, después de dejar a cero nuestras deudas, adquirir plumas de aves migratorias.
Groenlandia es un remoto país de ceniza verde, donde los muertos se olvidan del arrecife en el que padecieron su último naufragio, cogen una piedra a la que bautizan esperanza y repiten el sendero que asciende la cuesta de siempre. En Santurtzi hay un barrio, llamado Cabieces, en el que dicen que en otros tiempos se celebraban carreras de burros. Hoy, en esa colina, hay una rotonda por la que se sale hacia Estambul y Massachusett a través del mismo pasadizo. Es el espejismo lineal del pelotari. La pelota no rebota en el frontis y vuelve. La pelota entra en el círculo, da la vuelta y regresa.
El universo no deja de ser una esfera, por mucho que nos empeñemos en construir un vértice entre dos paredes. Las aristas son arrugas del alma, refugios del polvo. Matrices donde el olvido engendra piedras, anudando grano a grano con paciencia de arena. En Orio, un venerable anciano que no tiene en quien morir, afirma que las piedras que arrastran los bueyes se hacen planetas; las que consigue elevar encima del hombro el harrijasotzaile, estrellas y meteoros; las que permanecen inmutables, agujeros negros; las que se sueñan, estatuas. Un mikeldi erosionado por el viento contiene su sueño de roca.
Es un milagro que un aliento anónimo te talle la sombra y la haga perdurar un pedazo de eternidad. Crear es quitar. Pero no es desnudar. No se desnuda el vacío.
Yo tengo joroba y piel de bisonte. Hay un solitario alarido-mugido en el único vocablo con el que me inventa mi idioma. Ser y estar son términos de un lenguaje binario del que reniego a menudo. Los perpetuos moradores del silencio no visitan latitudes que acumulan tanta demora. Las manecillas de mi reloj descarrilan. El pasado no entra en la imagen que refleja el espejo. No se necesitan ropajes de monje para decir que norte y sur son las líneas donde dio comienzo la fantasía. Ubicar es el verbo invisible que da luz a los cuentos. El flautista de Hamelin continúa tocando en todas las procesiones. Caramillos silbando trinos de pájaros encabezan los últimos entierros.
Foto: Angel Lz. de Luzuriaga