Para huir de un discurso desconsiderado, y al fin y al cabo, y sobre todas las cosas, para salvarnos de los vulgares asuntos cotidianos y olvidar los objetos de obsesión, escribimos y escribimos.
La mente se apelmaza de ideas, de conceptos y términos
de intimidades, de roces dolorosos y placenteros
de asuntos laborales y familiares, de afectos y reproches
de imágenes y cálculos pasados, de propuestas y proyectos de futuro
de emociones y deseos.
Poner palabras a este magma en ebullición no es sólo un reto:
es la fórmula magistral que organiza nuestro pensamiento y mantiene sanas las neuronas.
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Las palabras son peones que despejan los caminos y reducen los accidentes.
Curan porque desbrozan, y dejan nuevos espacios para frescos contenidos, en principio más ligeros que los retirados.
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Las palabras ayudan a que se transite por la vida con menor fatiga y sin tanto riesgo.
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Y en la pelea con las palabras nos afanamos en nombrar las emociones y los pensamientos
No tanto los acontecimientos.
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Las palabras de un presente amable contienen bálsamos para dolores futuros
Porque cuando el dolor no se disuelve con palabras nuevas, puede apaciguarse revisando antiguas palabras.
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De entre las funciones de las palabras destaca su valor terapéutico, higiénico.
Las palabras cepillan nuestras neuronas liberándolas de sus cargas inútiles, de sus residuos, de su porquería.
Y, si se persevera, llega el día en que el dolor sangrante tolera ser transformado en palabras, empieza a desteñirse, y sus tonos ya apagados nos pringarán menos, o nos herirán con menor crudeza.