La última novela de Belén Gopegui, Deseo de ser punk, constituye una nueva vuelta de tuerca en el empeño por parte de la escritora madrileña de poner su pluma al servicio de un ideal, de un compromiso, ese que le ha llevado a erigirse en uno de los máximos exponentes de la literatura concienciada, militante, la que aborda y cuestiona aspectos y valores propios de la realidad socio-económica de nuestro país.
En lugar de analizar el proceso de desvalorización, la pérdida de ideales y de referentes de personajes en tránsito de la juventud a la madurez –si bien el asunto es contemplado de refilón a través de los padres de la protagonista–, o las servidumbres y sometimientos que conlleva toda ocupación profesional, en esta ocasión Belén Gopegui da voz a una adolescente, Martina, que a lo largo de una extensa carta desmenuza sus emociones, la rabia y la frustración que alberga hacia la realidad, a la que pronto deberá incorporarse alguien a quien mueve la búsqueda de la autenticidad.
La adolescente concebida por Gopegui resulta lo bastante perspicaz para evitar que su furia acabe volcada en el ansia de destrucción, dirigida a menudo hacia sí mismos, experimentada por muchos adolescentes. En su lugar la pone al servicio de un fin tangible aunque dotado de una fuerte carga simbólica: la creación de locales de reunión para jóvenes libres de la pulsión consumista que hoy en día impregna a esa clase de espacios en nuestra sociedad.
El vehículo que articula la rabia de la protagonista es la música o, más bien, las canciones en un sentido estricto, dejando al margen ese espíritu colectivo, gremial, que da sentido a las tribus urbanas y a la parafernalia que las acompaña. La música se erige en canal de búsqueda, en el medio y el referente que permitirá a Martina dotarse de una identidad que le permita reconocerse.
La elección revela, quizá, cierta ingenuidad, en la medida en que hace ya bastante tiempo que asistimos a ese proceso inexorable por el que la música más rompedora acaba siendo fagocitada por los medios de masas –proceso en el que la publicidad ha desempeñado un papel fundamental–, mediante el procedimiento de descontextualizarla y privarla así de su original contenido subversivo. Sonidos transgresores hasta hace muy poco sirven de sintonía a programas deportivos con audiencias masivas, mientras que la estética punk ha entrado a formar parte de la programación de respetables museos. No está lejos el día en que “London Calling” sirva de himno oficial a la oficina de turismo de la capital británica. Llama, asimismo, la atención que la protagonista de la novela no asista a ningún concierto en vivo, al ser allí donde la música punk alcanza su máxima expresión.
Resulta, no obstante, loable el empeño de Belén Gopegui por conminar al lector a posicionarse. Y, a veces no acabamos de ver del todo claro el sentido de lo que nos propone –no resulta fácil acotar el público al que va dirigida la novela (¿adultos que preservan el espíritu del adolescente que un día fueron?) como tampoco lo es combatir a un enemigo tan real en sus efectos como disperso en las formas– consigue una vez más que nos revolvamos incómodos en nuestros sofás al advertir lo estéril de nuestra pasividad.