Luke nº 118 - Junio 2010 (ISSN: 1578-8644)

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Zarzalejo Blues. Cartas luteranas
... No todo lo nuevo es bueno, y no debe ser aceptado sin más por su condición novedosa, sino sólo después de ser sometido a un juicio crítico. La máxima resulta perfectamente válida hoy día, ...

Sergio Sánchez-Pando

Como su mismo título indica, un espíritu de ruptura y de reforma anida e impulsa la colección de artículos escritos por Pier Paolo Pasolini y publicados en la prensa italiana a lo largo de 1975, apenas unos meses antes de su turbio asesinato, acaecido en noviembre del mismo año.

Se trata de la ruptura con el viaje emprendido por la sociedad italiana a partir de los años sesenta de la mano de una Democracia Cristiana hueca, huérfana de ideología, asentado su poder en la satisfacción de valores propios de la pequeña burguesía –no muy distintos de los cultivados por el régimen fascista– y en una novedosa e imparable cultura del consumo sustentada en el imperio del hedonismo.

Pasolini se erige en portavoz, en acérrimo defensor de las subculturas populares de raigambre campesina y proletaria que están siendo arrasadas por la nueva “ideología”, al tiempo que denuncia la confusión y el empobrecimiento que semejante proceso conlleva, el desarraigo que produce en sus miembros la suplantación de costumbres arcaicas, bien arraigadas, que dotaban de carácter y de sentido a sus comunidades, en beneficio de una aspiración que es fiel reflejo de un instinto pequeño burgués.

En tal sentido, cabe tildar a Pasolini de reaccionario, algo de lo que él mismo se hace eco en el subtítulo de su obra: “El progreso como falso progreso”. No todo lo nuevo es bueno, y no debe ser aceptado sin más por su condición novedosa, sino sólo después de ser sometido a un juicio crítico. La máxima resulta perfectamente válida hoy día, cuando cualquier novedad viene rápidamente asumida por la sociedad gracias, en buena medida, al interés de sus promotores envuelto en efectivas estrategias financieras y publicitarias.

Por aquel entonces, los peones al servicio del poder, a la hora de introducir los cambios y facilitar su acogida acrítica por parte de la sociedad, eran la enseñanza obligatoria y la televisión, auténticos caballos de batalla contra los que se lanza Pasolini, consciente de que el nuevo sistema de valores basado en el consumo no admite alternativas, como tenemos hoy la oportunidad de corroborar. En este sentido, Pasolini se erige en una figura visionaria, capaz de advertir la magnitud del cambio que se está produciendo y de su naturaleza irreversible.

De ahí su desesperación y la virulencia de sus ataques dirigidos a los jerarcas democristianos, quienes, sea por desidia o incapacidad, sea de forma consciente, legitiman y promueven un fenómeno que Pasolini califica de genocidio social y cultural. Sus críticas se hacen extensibles a la cúpula del poderoso Partido Comunista Italiano (PCI), al que hace corresponsable del proceso, al asumir la estrategia del compromiso histórico con la Democracia Cristiana por el que, a cambio de cuotas más amplias de poder, renuncia a la posibilidad de erigirse en una alternativa real al sistema promovido por ésta. Ese ideal quedará a partir de entonces en manos sólo de fuerzas extraparlamentarias y derivará en el ejercicio de la violencia como respuesta a la estrategia de la tensión promovida desde los aledaños del poder durante los dramáticos años de plomo.

La única esperanza reside, según Pasolini, en los jóvenes que abrazan el espíritu, que no la política, del PCI y que no se han visto contaminados por el compromiso alcanzado por su cúpula dirigente, una vez que, desengañada por la experiencia del realismo soviético, renunció a su proyecto de creación de una sociedad alternativa a cambio de un plato de lentejas en forma de vaga defensa de los derechos civiles.

La rabia, la frustración de Pasolini ante la deriva a la que se ve condenada la sociedad italiana por los cambios de los que él es testigo, y las virulentas invectivas en que se plasma dirigidas hacia aquellos representantes del poder que él considera máximos responsables y para quienes exige un proceso, pudieron equivaler a su condena. Queda también patente en sus escritos su desesperación ante la incomprensión que su análisis provoca en intelectuales a los que él invoca: Moravia, Calvino. Consciente, asimismo, de sus propias carencias, apela a expertos que le ayuden a estructurar su pensamiento, que él desgrana impulsado por la intuición y la observación, a fin de dotarlo de una mayor consistencia, de un rigor metodológico.

Todo ello adquiere aún mayor dramatismo con la perspectiva que nos da saber que se produce en las vísperas de su inquietante y, nunca suficientemente aclarado, asesinato. Sin embargo, es sobre todo en vista de la terrible deriva en la que ha caído la sociedad italiana –un fenómeno que nadie puede descartar que un buen día atraviese los Alpes, como hace bien poco anunciaba Umberto Eco– cuando las palabras de Pasolini cobran un tono profético: la destrucción de las culturas populares, de sus códigos y valores, la desideologización de la sociedad, el imperio del consumismo, son procesos que facilitan la manipulación ante la ausencia de referentes que no emanan desde el mismo poder, y de ahí la creciente sensación de extravío a que da lugar… Leídas desde nuestro país y transcurridos treinta y cinco años desde su concepción, las Cartas luteranas de Pasolini no sólo mantienen su vigencia, sino que, además, producen escalofríos.

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