Muchos nos pasamos la vida queriendo escribir, leyendo a otros para inspirarnos o imitarles, buscando trucos y consejos, corrigiendo nuestros propios textos... Esforzándonos mucho, en definitiva. Pero no Werner Herzog. Él, que usó la escritura como simple medio para dejar constancia de las dificultades del rodaje de Fitzcarraldo, escribe con un talento congénito. Sin esfuerzo. No se nubla con grandes aspiraciones literarias. Se limita a mostrar, a hacer fotos con palabras. Recoge lo que ve, lo que ocurre, lo que le dicen, como cuando un indígena le pregunta, por ejemplo, si el hecho de ser filmado puede destruir a una persona. Simples datos que son transformados por la densidad de la selva amazónica, derretidos por el calor atemporal del lugar, y que a veces devienen preocupaciones o recuerdos o transcripciones de pesadillas o sueños. La visión constante del proceso natural de depredación de los animales de la selva le hace pensar en la muerte, y recuerda, por ejemplo, un episodio de su infancia en el que un amigo suyo se electrocutó. La narración de este episodio real guarda una profundidad poética que cualquier escritor profesional querría para sí. Más: en la selva nadie lleva reloj. El tiempo se adensa y se difumina, se pudre. El mecanismo del reloj también; pero Herzog no lo dice plagiando de forma barata el realismo mágico tan en boga en los ochenta: el reloj se le para de verdad, y simplemente lo dice. En la selva peruana pasan cosas que nos resultan increíbles –aunque el universo extraño seguramente sea el nuestro– y Herzog sólo las transcribe con la mayor fidelidad que puede.
Que la selva es el personaje del libro es evidente desde la primera página, y si se ha visto la película esto resulta mucho más comprensible: en ella te das perfecta cuenta de que los indígenas quieren matar a Kinski de verdad, de que el barco de verdad está a punto de zozobrar con todos los tripulantes, y de que cuando hacen pasar el barco por encima de una montaña mediante poleas y cuerdas hay accidentes reales. Herzog se convierte en Fitzcarraldo. El sueño de construir una ópera en el Amazonas es tan loco y tan absurdo como el de filmar la película Fitzcarraldo. Para hablar del sueño de un loco, Herzog necesita llevarlo a cabo, repetirlo. No filma la historia de que un barco cruce una montaña: la cruza de veras, filmándolo.
Las dificultades con las que se enfrentó fueron impresionantes: Kinski era un egocéntrico que gritaba a todo el mundo y montaba en cólera tres veces al día, y había que hacer maravillas para que el equilibrio de todo el equipo no se fuera al garete. Las autoridades peruanas eran hostiles. La prensa de Lima les acusaba de cosas inverosímiles e inexplicables. Los grupos indígenas trataban de utilizarlos contra el gobierno. Jason Robards, el actor que iba a ser Fitzcarraldo antes de que llegara Kinski, era un tipo lleno de miedo y desconfianza, muy temeroso de la selva e incapaz de hacer ese papel. Y luego estaba la naturaleza: las heridas, los mosquitos, la malaria, la lentitud, las dificultades técnicas... A veces parece que la única finalidad de la película es mostrar al mundo la infinita soledad de su autor: «Por un momento se apoderó de mí la sensación de que mi trabajo, mi visión, me destruirían, y durante un instante me permití una mirada sobre mí mismo que de otra forma, por instinto, por principio, por una cuestión de supervivencia, no consentiría jamás; una mirada nacida de la curiosidad más bien material sobre si mi visión no me habría destruido ya. Me tranquilizó saber que aún respiraba».
El éxito de Herzog se basa, me parece, en la paradoja de saber filmarse a sí mismo fracasando. Ese estar constantemente al borde del fracaso se huele en sus películas, y acompañarlo por ese filo de precipicio se convierte para el espectador en una experiencia poética en sí misma. El fracaso se palpa en la sala. Otra cosa que me resulta irresistible es la honestidad de su voz. Me parece dueño de una sinceridad inquebrantable, algo que él tiene a su pesar, sin tener conscientemente nada que ver con ello. Yo le oigo y me lo creo. Las experiencias que me cuenta se revisten de una consistencia poética por el hecho mismo de que las cuente él. Tiene un ojo clínico para la vida. La observa, la conoce, y rara vez se equivoca. A Kinski, por ejemplo, lo conoce tan bien que sabe predecir el día exacto en que enfermará. Cuando empieza la fase del rodaje en la que Kinski tiene menos peso en el guión, su egocentrismo no puede soportarlo y enferma para que todo el mundo tenga que cuidarlo, justo como Herzog había escrito que sucedería. Esa capacidad para entender a la gente y al mundo supura durante todo el libro. En la soledad de la naturaleza, en momentos en los que parece que el proyecto no vaya a avanzar nunca, Herzog tiene visiones muy nítidas, alejadas de toda mistificación: «La vida en el mar debe ser el más puro infierno, un infierno de peligro constante e inmediato, que no se acaba, a tal punto insoportable que, durante la evolución, algunas especies –el hombre incluido– se arrastraron, huyeron a algunos témpanos de tierra firme, que después serían los continentes». En otro momento, observando a los animales y su comportamiento en la selva, dice: «Si muriera, no haría más que morir». Herzog se reconoce como un animal más, y da carácter poético a la muerte a fuerza de no mistificarla, de verla llana y objetivamente como lo que es.