A veces tratamos a las personas cercanas como si fueran una anotación más en nuestra
lista de asuntos pendientes.
Y si alguno nos advierte de la lejanía de nuestros afectos, no solemos detenernos para escucharle:
simplemente dejamos de reservarle un hueco entre las tareas por hacer.
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Las sujeciones son impuestas, pocas veces elegidas o deseadas
y pesan sobre nuestros hombros desnudos y encorvan la espalda.
Soportar esa carga a menudo nos irrita
y la irritación se cuelga del cuello como un nuevo peso del que no es fácil librarse.
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Oímos comentarios en el aire y nos apropiamos de ellos:
nos decimos: estaban hablando de nosotros, y con nadie comentamos esa sensación
y por eso nunca sabremos si la percepción ha sido acertada.
Pero tampoco interesa mucho saberlo
porque lo importante no consiste en certificar que sí hemos sido aludidos:
lo trascendente es la clase de comentarios ajenos de los que nos apropiamos.
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El estado de ánimo en el que coexisten dos emociones opuestas –o dos afectos contrarios, como amar y odiar– caracteriza la esencia de las relaciones de cualquiera de nosotros con los demás.
Pero la misma ambivalencia preside la relación de cada uno consigo mismo
y cuando interiormente crece esa lucha de contrarios hasta hacerse insoportable
–porque llega a desgarrar nuestra mente y otras vísceras no tan sensatas–
nos apresuramos a disfrazarla o acallamos sus vibraciones negativas
y al fin, oh componendas, logra uno sentirse aceptado y hasta querido por sí mismo.
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Cuando alguien asume la porción de tiempo y de espacio que le ha tocado vivir
cuando cada día aprende a aguantar con amabilidad sus miserias
y ya no busca escondrijos ni ansía inútilmente otro lugar
lo más seguro es que también haya aprendido a disimular el vacío y la tristeza.