Ya no se habla latín en el Quartier Latin, aunque se habla de todo, incluso, a veces, como diría Jules Renard, hasta francés. El barrio ha cambiado mucho desde la Edad Media y bastante desde los años setenta, secuela infinita del célebre mayo del 68, madre y padre de todas las revoluciones contemporáneas.
Mañana es 14 juillet, y en torno a la gran fuente que preside la plaza, algunos CRS, de tres en tres y más armados que robocop, miran y remiran por tierra, mar y río, palpando con la vista hasta la bolsa de la librería Gibert Jeune, en la que llevo un Gide que he comprado como recuerdo.
Mientras espero a Nuria sentado en una terraza, reviso atentamente la foto que tengo entre mis manos. Es una foto de 1972, y Nuria me mira como censurándome que estuviera sacándola. No era para menos, pues estábamos tomando un café matutino, rodeados de gentes que vivían en la clandestinidad multicolor de aquellos años. En realidad, todos los implicados, grapos, chinos, trotskos, consejistas, alguno de quinta, están de espaldas y son, por lo tanto, irreconocibles. Hoy también lo serían a cara descubierta, pues el que no es magistrado (fracción heavy) es catedrático (fracción light), aunque todavía queda alguno que se dedica tan sólo a la fabricación artesanal de la gaita estellesa. La misma Nuria ha pasado de ser una troska recalcitrante y altitronante a figurar como respetable profesora de La Sorbona, casada con un no menos respetable diputado verde que se parece mucho a Erik El Rojo.
Recuerdo muy bien aquella mañana, pero no por los exilados con los que nos encontramos ni por la tensa discusión acerca de la SPA (situación política actual) que mantuvimos, sino porque, probablemente reclamado por nuestro acento castellano, un viejito decrépito se nos acercó, nos preguntó si éramos españoles (¡vaya lío!) y nos pidió por favor un par de Ducados. Alguien se los dio y comenzó a contarnos una historia de guerras civiles y campos de concentración que se diluía en el hedor alcohólico que emanaba de su boca desdentada, por lo que, tras recibir el resto del paquete de tabaco, se abrió mascullando vivas inconcretos.
Pero Nuria acaba de llegar. Está espléndida aunque algo más rellenita. Su rostro derrocha la guapura de siempre más allá de las muchas cremas hidratantes que probablemente se dará. Nos besamos casi sin rozarnos y se suma a mi demi. Le enseño la foto y se echa a reír. “¡Guarda eso, anda!”, me dice mirando para los lados como si alguien pudiera reconocerla embutida en aquella pinta de somosmalos. “Hemos quedado en el Procope dentro de una hora, así que vamos a aprovecharla”, añade arrebujándose en su silla.
Y de pronto, sin motivo aparente, todas las palomas blancas que rodean al insigne San Miguel salen disparadas como flechas hacia el cielo azul marino de París.