De Lorca a Loriga pasando por Martín Gaite, Mendoza o Múñoz Molina –por citar sólo algunos de los nombres más reconocibles–, son muchos los escritores españoles que han relatado sus impresiones y experiencias en la ciudad de Nueva York. Hasta se podría hablar de un subgénero si añadimos también las aportaciones de otros autores que pasan más desapercibidos para el gran público.
Un buen exponente es José María Conget, miembro de pleno derecho del escuadrón de escritores que acostumbra volar fuera del alcance de los radares al uso. Hablamos de uno de esos escritores a los que resulta difícil poner rostro, pero aun así lo bastante solventes para publicar con regularidad una obra que ha quedado diseminada por numerosos sellos editoriales.
Fue Pre-Textos la editorial que en 1998 publicó Hasta el fin de los cuentos, una de las dos contribuciones de Conget –la otra sería Cincuenta y tres y Octava– al mencionado subgénero de las andanzas de españoles en Nueva York. Su singularidad –dejando al margen el detalle de su aportación por partida doble– reside en que a diferencia de lo habitual en estos casos, la ciudad de los rascacielos no se erige en protagonista absoluta, en leitmotiv de la novela, ni siquiera en la excusa para la narración de un escritor periférico dispuesto a capturar un trocito de su esencia como si ello bastara para justificar su empeño.
No, el protagonismo en la obra de Conget –con el debido permiso, eso sí, de la fascinación por el misterio femenino- recae en el arte de fabular, en la narración oral o, si se prefiere, en la capacidad para contar cuentos. Esa misma que remite a remotas civilizaciones –desde Homero a las leyendas medievales pasando por las Mil y una noches- cuyos destellos se dejan sentir imbricados en el sofisticado y sinuoso mecanismo narrativo, al modo de una réplica de esos juegos de muñecas rusas, concebido por el escritor aragonés.
El artefacto deja algunas piezas sueltas, episodios aislados que remiten al lector a la infancia en una ciudad española de provincias en los años sesenta o a una juventud adulta en un Perú con cierto regusto a boom latinoamericano. Aunque narrados con pulso firme y capacidad evocadora distraen al lector del grueso de la acción, como si el autor tratara de torearle un poco una vez alimentadas sus ansias de progresar en las tramas neoyorquinas.
En lugar de a otros escritores españoles fascinados por la Gran Manzana, Hasta el fin de los cuentos remite, quizás, a Paul Auster, no ya por el homenaje consciente que se brinda al arte de fabular sino porque como a menudo le sucede al autor neoyorquino, la ambición de sus planteamientos dificulta una conclusión, aunque bien resuelta en el caso de Conget, a la misma altura.
Pero tampoco esto parece preocuparle demasiado, como si se contentara con mostrar al lector la necesidad que le ha creado, con recordarle cómo se ha apoderado de su voluntad, la misma que le empuja a avanzar en la lectura hasta conocer su desenlace. Se hace así evidente que, además de gusto por el riesgo, la especialidad del vuelo rasante requiere pilotos con pericia.