La última cualidad o habilidad que debe desarrollar quien ha decidido dedicarse a la creación narrativa es la evaluación del vínculo social de la obra y de sí mismo/a como agente social. Sobre esta cuestión hay teorías contrapuestas, pero todas intentan dar respuesta a tres dimensiones de la cuestión: la relación con el desarrollo histórico de la lengua, la actitud frente a los esquemas narrativos vigentes y, finalmente, la responsabilidad con respecto a la realidad social contemporánea.
Sobre la relación con el desarrollo histórico de la lengua, hay quienes defienden que la obra narrativa debe ajustarse a las capacidades expresivas de la lengua en el momento en que tal obra se produce para no generar distorsiones comunicativas. Pero hay también quienes, como los formalistas rusos (Volek, E. Antología del formalismo ruso y el grupo de Batjin. Fundamentos, Madrid, 1992), consideran que, precisamente, la creación literaria, y particularmente la narrativa, es el mecanismo fundamental de regeneración lingüística, lo cual implica un cierto forcejeo metodológico con el lenguaje que lo desliza hacia la exploración de sus capacidades plásticas y poéticas.
Con respecto a los esquemas narrativos vigentes, hay así mismo opciones polarizadas entre otras intermedias. Por ejemplo, para algunos escritores y escritoras el mantenimiento de los esquemas narrativos circulantes en una sociedad en un periodo determinado es la condición de la inteligibilidad de la obra, mientras que, para otros, dichos esquemas narrativos no son sino un corsé ideológico que impide dar cuenta de formas de ver la realidad desde otros puntos de vista, por lo que se muestran decididamente irrespetuosos cuando no narratoclastas, si se permite la expresión, como en su momento se manifestaron los partidarios del nouveau roman (Robbe-Grillet, A. Por una nueva novela. Seix Barral, Barcelona, 1965).
Finalmente, los partidarios de las primeras opciones suelen defender por lo general la proyección de la figura del autor como agente social en la medida en que la fama, el reconocimiento –en última instancia el capital simbólico acumulado que diría Pierre Bourdieu– le permitirían inclinar la balanza de la opinión pública en determinados situaciones o conflictos sociales. Frente a esta opción, conocida como la del intelectual comprometido –y que tiene sus iconos en figuras como la de Émile Zola o Jean-Paul Sartre– se destacan quienes defienden que el compromiso de un escritor o de una escritora lo es fundamentalmente con su obra, en la medida en que supone una aportación al desarrollo histórico de la lengua en la que escribe y a la reestructuración de los modelos narrativos vigentes en su sociedad.
Como se puede observar, curiosamente, los partidarios de respetar el campo literario tal como está constituido serían quienes más implicación social requerirían de sí mismos como ciudadanos (y de los demás, no sólo de los escritores), mientras que los menos comprometidos socialmente vendrían a ser quienes más procurarían alterar los valores y la estructura de dominación simbólica de dicho campo literario.
En cualquier caso, si las opciones son conscientes y deliberadas y no el mero fruto de la moda, del interés particular o del marketing, las que esquemáticamente se han expuesto –y otras intermedias que intentan encontrar un cierto equilibrio– implican un cierto alejamiento, la asunción de una distancia creativa que luego, en la obra constituida, se ha de volcar más hacia fuera o hacia dentro, más hacia la sociedad o hacia la obra misma.
A pesar de ello, en ese volcarse, para que se produzca tal exteriorización, para que la obra se muestre y con ella, en una gran medida, su autor, es preciso haber dado otro paso más que no es sino el de la inserción de tal obra en la sociedad, es decir, su publicación. Ahora bien, ¿es necesario dar ese paso para quien escribe? ¿En qué condiciones se suele dar? ¿Qué es lo que se gana y lo que se pierde publicando la obra escrita?