Los lectores, claro, sí que somos adultos, cada uno con sus creencias a cuestas: yo, por ejemplo, enseguida armo, casi por instinto, una lectura social: Gordon es el hijo de una familia de las que hoy en día llaman desestructuradas. Un niño no cuidado, no atendido por sus padres, que a causa de ello acabará siendo un adulto perfeccionista y melancólico. Gordon anhela ser como sus vecinos, los niños mimados y cuidados. Dice: "Andy Lieblich tenía que entrar para todo –para que la niñera lo bañara o para echarse una siesta o para que le sirvieran su comida caliente– y yo no, era muy diferente mi caso, nunca tenía que entrar, ni siquiera a la hora de comer... en el caso de que mi madre se hubiese acordado de dejarme algo de comer... Cuando mirabas a los Lieblich, sentías que todo era suave y cremoso y que nunca se tendrían que ocupar de esto o lo otro". El lector adulto y cargado de creencias previas que yo soy no puede evitar ver, en Perú, el mensaje siguiente: las familias que ahora llaman desestructuradas son, ahora y antes, simplemente pobres. No están necesariamente en la miseria material, pero son social y culturalmente pobres. No tienen hueveras de plata para desayunar los huevos pasados por agua que les hace una niñera. No tienen cajones de arena para jugar. No tienen chóferes negros sensuales y hermosos. Lish –probablemente sin pretenderlo– ha consolidado mi idea de que nos están recortando el mundo a base de suprimir palabras, como la palabra "pobreza". Ya no hay pobres entre nosotros: ahora hay familias desestructuradas. Los pobres quedan en confines muy lejanos, en Áfricas de la mente. Ese malintencionado desliz semántico exculpa a todos, y hace de la "desestructura" un tema intrínseco, una especie de "trastorno de las familias" paralelo a los trastornos psicológicos de las personas. Algo que se da, que sucede sin más. Pero quien ha vivido en esas familias no es susceptible de ser engañado. No puede leer Perú sin pensar que gran parte de lo que se llama delincuencia es y ha sido siempre un fenómeno residual de la pobreza, y el maltrato doméstico también, y la amargura de las cargas excesivas también, y muchas otras cosas también. Ahora los medios, los asistentes sociales, los médicos, los burócratas, los políticos y tantos otros ejércitos de la mente se esfuerzan mucho en no mentar la pobreza. De eso trata Perú para mí. Veo incluso la semilla de la revolución: Gordon siente en su propia carne, sin explicárselo, la propiedad privada como algo arbitrario, como una ficción que la muerte siempre desbarata. Tiene la sensación, al ver la vida de Andy Lieblich, de que "(...) ese cajón de arena no fuera su cajón de arena, sino el mío –igual que la niñera era mi niñera y el hombre negro era mi hombre negro y el Buick era mi Buick–. La verdadera cuestión era que había un error en alguna parte y que yo era el verdadero Andy Lieblich". De quién son esos olivos, que decía Hernández.
Pero Perú es mucho más. Otros podrán ver en ella otras cosas, tan válidas como las mías, y la leerán también con avidez, armándose otra historia. Si quieres una alegoría, háztela tú, lector, te dice Lish. Yo sólo te paso las piezas. Móntala. Enchufa los cables, enrosca las bombillas, alza los muros y haz tu casita de leer. Juzga, interpreta, conecta a tu gusto. Lish te lo da todo, pero te obliga a darte cuenta de que estás mucho más cerca de los otros de lo que pensabas. De que todos leemos y –actuamos– siguiendo prejuicios no universales como si fueran leyes eternas. De que ya no somos niños: eso es lo que nos une. Todo lo otro nos separa. Somos trágica y afortunadamente únicos, pero anhelamos regresar al mismo sitio.