Una vez suya, no supo muy bien qué hacer con ella. Divagó, fantaseó, soñó... alguna vez, incluso, habló de ella. Pero todo aquello le hizo temer su desaparición, así que decidió no agitarla demasiado por si hubiera riesgo de perderla evaporada. Muda, sintió, su eco era mucho mejor.
Y es que, en realidad, había llegado hasta ella sin hacer ruido y por descontado, sin avisar. Discreción absoluta. Así sería.
A partir de ese momento todo sería idénticamente distinto. La cafetera volvería a ser píldora frente a la rutina y las pretensiones de hace años servirían como motivación salvavidas. La pesadumbre dominguera sería sofocada por entusiastas inquietudes sin realizar, y la humedad tendría que seguir luchando contra unos gorditos calcetines de invierno. Es más, a veces la echaba profundamente de menos, y esa nostalgia evidenciaba, más rigurosa, su condición de funambulista...
La ventaja de todo esto era que, para entonces, ya la había conocido:
Fue algún día, en cualquier lugar, mientras hacía algo. Uno de esos instantes en los que respiramos solos mientras nos movemos sin pareja. Uno de esos momentos en los que los de fuera tienen más conciencia nuestra que nosotros mismos. Fue de repente, sin verla venir, sin intuirla, sin ni siquiera haberla llamado. Fue entonces cuando apareció.
La sintió con claridad... fue al respirarla. Recién llegada invadió, descarada y sin miedo, sus pulmones y, hecha milésimas de granitos de arena, recorrió cada uno de sus mililitros de sangre. Cada uno de ellos, confetis en mano y montados en una burbuja de jabón, pasaron, riendo, por cada una de las pequeñas habitaciones de su corazón y después, derrapando por sus gruesos pasillos y una vez convertidos en polvos mágicos de color dorado, corrieron, como nunca en sus vidas, colina arriba hasta alcanzar, en grupos y totalmente desorganizados, cada una de las sedosas capas de su cerebro... y éste, melena al aire, supo por fin en ese anónimo momento, aunque para siempre que sí, que ella existía y que era, por motivos de seguridad, por lo que rara vez sacaba a relucir todo su poderío.
Fue sólo una. Una, en toda su vida. Ni siquiera una grande llena de otras, ni una excepcionalmente larga. Fue sólo una microscópica plenitud en el barullo de sus años, un minúsculo paquetito que hizo, tras su llegada, que la vida siguiera cantando la misma canción colgada, eso sí, de otra clave.