"Lo revolucionario es inventar: Copérnico, Newton y Kant son revolucionarios, seguramente más que Robespierre", nos contaba Baroja.
Y nuestro viejo pensador, con ese aspecto de estar permanentemente sentado al calor de un brasero, añadía: "Sería magnífico que la cólera y la irritación del rebelde no aparecieran más que en la cabeza de un hombre que tuviera una idea nueva y fuerte. Lo malo es que esta irritación y esta cólera brotan casi siempre en la cabeza de un cretino y alrededor de una majadería manoseada y conocida".
Y en parecida línea de pensamiento, Nietzsche opinaba que las ideas, en el devenir humano, son más trascendentes que las guerras.
Las grandes ideas: pensamientos que nos han ido haciendo lo que somos, y que gracias a la palabra escrita han trascendido la época en que fueron enunciadas.
Los diferentes materiales –piedra, papiro, pergamino, papel o pantalla– han dado a las mentes creadoras la capacidad de comunicarse a través del tiempo y del espacio; la cualidad de mantenerse vivas: algo que no habrían logrado de no haber sido sus ideas retenidas con letras.
Los que ahora escribimos conocemos nuestras limitaciones: sabemos que no aportamos ideas nuevas ni revolucionarias y que, además, en las obras de los grandes creadores se contiene casi toda la sabiduría; entonces, ¿por qué seguimos nombrando, si deberíamos guardar silencio?
Si seguimos escribiendo es porque buscamos, como antes hicieron tantos otros, la palabra justa que nos aproxime a la sustancia de lo que ahora nos absorbe y preocupa.
E inútilmente seguimos intentando nombrar lo inefable a pesar de que, pegados como escamas a un pez, nos reconocemos producto de un tiempo, un espacio, una cultura y unos modos concretos de expresión.
Y aunque, como la gran mayoría de los humanos, no seamos revolucionarios en nuestras ideas ni en la forma de expresarnos, sentimos la necesidad de dejar plasmado lo que de nosotros surge; un imperativo que otros sintieron en otros momentos y que, para cumplirlo, utilizaron sus propios materiales y palabras.
Y gracias a que la sustancia, el deseo y la necesidad son casi invariables a lo largo del tiempo, disfrutamos hoy de numerosos compañeros de viaje que, como nos recordaba Quevedo, nos permiten conversar con ellos y nos dejan escuchar sus ideas con nuestros ojos.