Antanas, el barquero, tenía un nombre lituano. Las yemas de sus dedos tocaban el acordeón y los vasos fríos, en los que habita el domovoy del vodka. No pasó de Bratislava. Ese fue el límite de su puesta de sol en tiempos duros. Trabajó en la lavandería del teatro Taganka. Por eso llevaba una insignia con la efigie de un barbudo en la solapa: Andrei Chejov. ¡Entonces había cerezos en los jardines! Tenía un perro lanudo, al que llamaba Bujarin. Y estaba firmemente convencido de que el Dniéper era un mar aprisionado entre dos orillas. Sus padres eran de Smolenks, lugar en el que descarriló un tren lleno de jóvenes en el mes de julio de 1985. Salieron de Bilbao. Comité Vasco para el Festival de la Juventud. “Más pronto que tarde, más pronto que tarde...” ¡Mi buen amigo...! Pero tu ausencia se está alargando demasiado... Había un Malevich colgado de cuerdas de esparto en una habitación con goteras, y es que el futuro exhibía su propia amenaza en ruinas. Había más, mucho más... Aún te espero, aún aguardo que me lo cuentes... Antanas el barquero tenía un nombre lituano porque a su madre le dio por aquel capricho, pero sus suelas no conocen el alquitrán negro de las avenidas de Vilnius, no conocen la pequeña Rusne donde vomita su dulzura una princesa de largas trenzas azules. Antanas, ¿qué color irradian las aguas de esos ríos en los que sumergiste tu remo de madera? ¿Qué peces se atreven a romper el espejo de cristal y mostrar al sol sus lomos plateados? Pero Antanas no recuerda su vieja profesión. Son ya setenta años. La gente comenta que de joven fue casi tan bueno como Caronte. ¡La gente se desdice tan a menudo! Hicimos nuestros planes. Nos comentamos nuestros secretos. Reímos juntos. ¿Tiene el pasado alguna esperanza? Me pregunto. Me pregunto a mí. Tú bastante trabajo tienes con sobrevivir. Se puede morir cien veces. Querido amigo, abre una ventana en el muro usando sus manchas como haría Kandinsky. Yo ya no me puedo tomar a risa sus garabatos. Andan enfundados en anchos pantalones por estas calles, bebiendo sirimiri. El alarido es el hábito de su metáfora. Plaza de Sverdlov, aquel conspirador de los anteojos tenía un mirar lujurioso, su alma deseaba regar su boca con besos de caderas vikingas... Siempre volvemos al principio. Nos escupieron por un túnel. Somos efímeros condenados a vivir como si tuviéramos eternidad... Y ni siquiera la memoria perdura... ¿Recuerdas el nombre del portero? Era un anciano encorvado. Museo del Arte en la Ciudad Heroica de Smolenks. ¿Recuerdas si cerraba o abría las puertas...? ¿Recuerdas si era un palacete o una prisión? Tal vez me pueda declarar inocente. Tal vez alguien pueda creerme, ya no tengo uñas en los dedos. De todos modos, de poco sirve saber que tenía un nombre lituano.