En el Cristóforo Colombo, nuestro profesor de italiano nos había descubierto que la lengua de Dante era la única que se pronunciaba como se escribía, y unas risas filológicas habían recorrido el aula, salvo en los rostros de dos valkirias rubias que tan sólo habían levantado la ceja izquierda en señal reprobatoria.
Julia y Yuma, que así se llamaban las valkirias, eran de Dusseldorf, y todos admirábamos su capacidad para tomar el sol en la playa de Viareggio mientras con una sola mano sostenían el grueso manual que los demás transportábamos costosamente desde la habitación colegial hasta el aula 203. Por otro lado, parecían ser las únicas alumnas que, al atardecer, pasaban de la sesión de maquillaje, y solían presentarse en el Viale Carducci en vaqueros y camiseta. Pero tenían tan buen tipo y eran tan altas y tan rubias que competían, probablemente sin querer, con el resto de las colegas que ajustaban sus curvas en vestidos veraniegos de Armani o Valentino.
El Colombo dependía de la Università degli Studi di Siena, así que en pleno ferragosto fuimos a conocer la casa matriz académica. Tras recorrer los pasillos sacros de la universidad, nos llevaron a comer a la Piazza del Campo.
Creo que hasta que no entré en aquel lugar no había entendido lo que era una plaza. Un amplio abanico abierto se extendía de arriba abajo en un semicírculo perfecto donde se sucedían las terrazas multicolores de bares y restaurantes. Al fondo, serio y egregio, se alzaba el Palazzo Publico acogiendo fraternalmente todas las miradas. El lugar daba una sensación fluida y lenta, pero todos sabíamos que, por aquellas fechas, era el escenario sobre el que se desarrollaban unas célebres carreras que intentaban rememorar los torneos medievales y que daban el nombre a la plaza.
Comimos una sabrosa pizza en Il Bandierino y después nos fue concedido un café solo y muy corto con un trocito de panforte (dulce muy recomendable para largas caminatas).
Julia y Yuma me miraban complacientes mientras yo daba cuenta del último sorbo de aquel nero. Y a mí, animado por mis parafilias filosóficas, se me ocurrió decirles que, si Martin Heidegger estuviera en aquella mesa con nosotros (en realidad dije en un torpe italiano “con nosotras”), habría descubierto la placidad de la plaza en cuanto que plaza.
Ellas no me entendieron como era de esperar, pero se asustaron un poco al oír mentar al filósofo nazi de Heidelberg, y, de hecho, pude apreciar que se les ponían de punta los pelillos de las piernas que, como buenas alemanas, no se habían depilado. Unas buenas piernas, por cierto, a pesar de todo.