Luke

Luke nº 110 - Octubre 2009
ISSN: 1578-8644
Sergio Sánchez-Pando

Zarzalejo Blues. Sale el espectro (‘Exit Ghost’): Philip Roth

Si hay alguien por ahí que albergue intenciones de escribir en el futuro una biografía sobre la figura de Philip Roth, se lo puede ir pensando dos veces, al menos si hacemos caso a Nathan Zuckerman, alter ego literario del propio Roth en la ficción y protagonista de su novela Sale el espectro (Exit Ghost), publicada hace ahora dos años. No digamos si el supuesto biógrafo pretendiera escarbar en la vida íntima del autor y hallara en ella comportamientos que pudieran ser tildados como amorales por el común de los mortales. Si encima osa interpretar aspectos de su obra a la luz de dichos actos, que sepa el candidato a biógrafo que ese inquietante rumor que le desvelará por las madrugadas no es otro que su objeto de estudio revolviéndose en su tumba.

Y es que tiene Sale el espectro algo de testamento vital por parte de su autor, aunque nos sea presentado a través de Zuckerman: ¿Qué derecho tiene alguien a violar la intimidad de un escritor fallecido que se mantuvo, por propia iniciativa, apartado de la vida pública? Semejante iniciativa siempre se llevará a cabo con el loable propósito –o excusa– de contribuir a esclarecer las motivaciones y, por ende, la trayectoria y la obra del autor. Sin embargo, para algo así no hay justificación posible, según Zuckerman. Los curiosos deberían contentarse con lo que el escritor tuvo a bien publicar en vida.

Al menos eso es lo que piensa y moviliza al protagonista de Sale el espectro, un viejo pero influyente escritor que lleva años recluido en el campo y que enseguida se ve atrapado por los tentáculos de la gran ciudad durante una visita propiciada por una revisión médica de su maltrecha próstata. Unas pocas horas bastan para que se replantee la decisión que en su día le condujo al aislamiento, como si los cabos sueltos que dejara en el momento de su marcha hubieran aguardado con paciencia la oportunidad de maniatarle durante su fugaz regreso.

Destaca de entre todos ellos el deseo sexual, ese que creyera extinguido y que se materializa con virulencia en la figura de una joven escritora interesada en intercambiar con el viejo Zuckerman su apartamento en la ciudad con el fin de pasar una temporada en el campo con su pareja. La atracción, tan poderosa como cualquier otra que sintiera en el pasado, topa esta vez con obstáculos insalvables: las profundas muescas que la enfermedad ha dejado en su virilidad, en su autoestima. Zuckerman ha de recurrir a la ficción para liberar sus instintos mediante la composición de diálogos que le permiten sublimar la admiración hacia su objeto de deseo. El impulso sexual rebrota como epicentro de aliento vital en la obra de Roth, aunque esta vez su protagonista tenga que conformarse con canalizarlo por la vertiente platónica gracias a su imaginación.

Es así, mezclando realidad y ficción, sirviéndose de la figura de Nathan Zuckerman, cuya visión coincidirá o no con la del propio Roth, apelando al recuerdo de viejos personajes como el escritor I.E. Lonnoff, como el autor consigue levantar una vez más el complejo juego de espejos marca de la casa. Ese que lo mismo le sirve para pontificar o darse ciertos caprichos: véase el homenaje a la figura de George Plimpton o sus opiniones repletas de desdén hacia la política de su propio país, pero que al mismo tiempo le permite sostener complejas tramas en las que resulta imposible distinguir los reflejos de las imágenes reales. El ilusionista se revela en pleno dominio de sus facultades aunque su conjuro contra futuros biógrafos no parece tratarse de ningún truco.

Sale el espectro