Es muy humana la curiosidad por conocer cómo los forasteros perciben nuestra realidad. Llama por eso la atención el interés que nuestro país ha despertado recientemente en algunos de los más aventajados realizadores del cine independiente neoyorquino. Y es que en esta ocasión ha llegado el turno al más cool e incorruptible de todos ellos: Jim Jarmusch.
Su motivación para rodar en España gira, según él mismo ha confesado, en torno a tres elementos: el singular edificio madrileño de Torres Blancas, las calles de Sevilla y una extraña casa ubicada en un desértico paraje de Almería. Es a partir de estas tres piezas COMO articula toda la película, elaborando el guión sobre la marcha frente a su costumbre de afrontar rodajes bien medidos y estructurados.
Y hay que reconocer que la improvisación, tan distintiva por otro lado del carácter español, en este caso funciona. Ello es posible porque la película se asienta, en buena medida, en conceptos, en sensaciones y en sus escenarios: el viaje, los tiempos muertos, el arte. Sobre ellos planea la idea de una conspiración de la que somos testigos –o cómplices, si se prefiere–, pese a que nos resulta ininteligible durante la mayor parte del metraje, pero que, una vez comprendemos su naturaleza, apoyamos y aplaudimos
En el eje de la conspiración se erige la figura del justiciero impasible e implacable –encarnada por Isaach de Bankolé–; y en torno a él, toda una célula de subversivos disgregados por la geografía española. Una variopinta y multicultural caterva de seres ensimismados, a menudo extravagantes, que ejercen de eslabones y a quienes guía, en lugar de la religión o la ideología, la preocupación por cuestiones de índole más bien abstracta, más próximas a la metafísica o al arte que al mundo material. Su apariencia y discurso, un tanto chocante e incluso estrafalario, oculta una gran lucidez porque parecen haber aprendido a distinguir las apariencias de la realidad.
¿Contra quién va dirigida la conspiración? Contra todos aquellos que pretenden sojuzgar al prójimo o, lo que es lo mismo, contra el poder, contra quienes ejercen ese control al que hace referencia el título de la película. Jarmusch envuelve su llamamiento a la resistencia en una bella y eficaz metáfora pensada para todos aquellos que se han propuesto resistir y continúan buscando la verdad por sus propios medios en lugar de aceptar esa otra que les viene impuesta y cuyo origen resulta dudoso. A todos ellos, parece decirles Jarmusch, que sepan que no están solos, que el desenlace no está determinado de antemano y la victoria es aún posible.
En el aspecto formal, como por otra parte su director ya nos tiene acostumbrados, la película resulta impecable: contribuyen a ello la serie de magníficos actores, algunos de ellos –Bill Murray, Tilda Swinton– auténticos cómplices de Jarmusch, a los que se suma esta vez alguna contribución autóctona; la fotografía de Christopher Doyle, el esteta que trabaja habitualmente con Wong Kar Wai, con el aliciente de que esta vez retrata paisajes que nos tocan de cerca; y la sugerente banda sonora firmada por Boris, de la que el realizador hace un uso contenido y por ello doblemente efectivo.
Es así como, una vez más, el pope del cine independiente ha conseguido burlar la crisis de ideas que aqueja al cine actual, adentrándose por uno de esos caminos poco transitados que, sin embargo, él tan bien conoce y que le ha conducido en esta ocasión hasta nuestro país, permitiéndose además el lujo de transportar a los propios nativos hasta un lugar donde nunca antes habían estado.