No pudo ser. Sólo le faltaban diez días para cumplir un siglo, pero su corazón no aguantó más tiempo. José Antonio Muñoz Rojas ha muerto cuando se preparaban numerosos actos para celebrar el centenario de su nacimiento. El destino, como sabemos, nunca está en nuestras manos, menos aún cuando ya se cumple cierta edad. Diez días más o diez días menos, cuando se tienen noventa y nueve años, no tienen mucho sentido, excepto para los profesores de literatura amantes de las cifras y los periodistas ávidos de titulares de prensa. Estoy seguro de que a él, recogido desde hace tiempo en la soledad de su casa de Antequera, todos los fuegos artificiales de los faustos conmemorativos le importaban poco. Y a nosotros, sus lectores, nos ha dejado como herencia sus libros, que desde hace muchos años ocupan puestos de relevancia en los estantes de la biblioteca.
Descubrí a José Antonio Muñoz Rojas cuando cayó en mis manos Las cosas del campo, uno de los mejores libros en prosa poética escritos en lengua castellana. En este libro me sumerjo de vez en cuando, y siempre me sorprende la transparencia de su narrativa y, sobre todo, la pulcritud de su estilo. Pocos poetas, como Muñoz Rojas, han sabido encontrar la palabra exacta para nombrar las cosas y describir la cotidianeidad de la vida. Lo trascendente está en lo cotidiano, como le enseñó en su juventud Miguel de Unamuno, sabias palabras que él nunca olvidó. En este caso, el día a día del campo andaluz, tierra áspera de olivares y siempre dura para sus gentes. Aunque los tiempos han cambiado mucho desde que la primera edición de Las cosas del campo saliera a la luz en 1951 (en una tirada limitada de tan sólo doscientos ejemplares), en sus páginas queda esa esencia por el amor a la tierra que le dan a sus palabras un valor universal e imperecedero.
No obstante, lo más fascinante de Las cosas del campo es el dominio del lenguaje rural que José Antonio Muñoz Rojas despliega sobre la prosa poética, como buen hombre que conocía con profundidad la tierra que cantaba: “Sé algo de la tierra y sus gentes. Conozco aquélla en su ternura y en su dureza, he andado sus caminos, he descansado mis ojos en su hermosura. Los cierro y la tengo ante mí”. Para los lectores que crecimos y nos hicimos adolescentes en los pueblos interiores de Andalucía, y que un día tuvimos que abandonarlos para seguir en la ciudad con los estudios que nos abrieran en el horizonte un porvenir más esperanzador, leer Las cosas del campo es como regresar a la infancia perdida, a ese lenguaje casi olvidado con el paso de los años, pero que al releer en este libro revive rápidamente en el subconsciente, como si hubiese echado profundas raíces en nuestra memoria, igual que las raíces de esos viejos olivos que nos cobijaron con su sombra cuando fuimos niños durante los días infatigables de sol.
La naturaleza, el paisaje, siempre han estado presente en la escritura de los escritores, especialmente de los poetas. Trascender el paisaje con el poder de las palabras, captar su esencia, hacer surgir su luz en el vacío blanco del papel, está en manos de pocos escritores, y José Antonio Muñoz Rojas está en ese grupo selecto de autores españoles que han sabido escribir de la vida del campo tras vivir y sentir su pureza en toda su plenitud. Con su muerte se nos va el hombre, pero sus hondas palabras nos quedarán para siempre, como las raíces de esos viejos olivos que aún se mantienen firmes, impasibles al paso del tiempo, en estas áridas tierras del sur.
José Antonio Muñoz Rojas