Uno de los mitos –y se podría decir, de los tópicos– vinculados a la representación social de la creación literaria es el de la inspiración. Se supondría, según dicho mito-tópico, que la creación literaria sería el resultado de la precipitación de un soplo semidivino –a veces, incluso, directamente divino– al que sólo tendrían acceso determinadas personas que habrían sido elegidas para recibirlo.
Es cierto que esta idea está fuertemente asentada en la tradición occidental, pues ya la encontramos en el Fedro de Platón, cuando se nos habla de la necesidad del entusiasmo –literalmente, en to zeón estin, o sea, “ estar en dios”– para acceder a la posibilidad de la creación poética, y, por no dar muchas vueltas, se podrían también citar a algunos escritores románticos o al poeta alemán Stefan Georg, quizá el último representante de esta corriente de pensamiento.
Sin embargo, frente a la idea de la inspiración siempre ha coexistido, también desde los orígenes de la cultura occidental, la idea de que la creación es el fruto de la aplicación en el trabajo de la escritura. Buena prueba de ello es la famosa Poética o Carta a los Pisones de Horacio, o, más recientemente, el magnífico ensayo de Edgar Alan Poe titulado El arte de la composición. En ambos textos se insiste en el valor de la dedicación continua a la escritura, una dedicación que como llegó a decir Stendhal debería llevar a “escribir todos los días durante dos horas con inspiración o sin ella” (Vida de Henry Brulard. Recuerdos del egotismo, Alianza Editorial, Madrid, 1973).
La teoría crítica moderna, despojada de dioses y de trascendencias, se ha inclinado por esta segunda opción, ratificando que la creación literaria, y, por ende, la creación narrativa, es el fruto de un esfuerzo sostenido que exige una cierta disciplina. Como decía Picasso, “yo creo en la inspiración, pero procuro que siempre me pille trabajando”, porque, si bien es cierto que en el propio proceso de dedicación sistemática a la escritura aparecen aspectos no previstos, estos no emergerían si no hubiera una disponibilidad previa.
Ahora bien, la dedicación a la escritura y tanto más a la escritura narrativa implica la determinación de un tiempo y de un espacio, propios para su desarrollo. Así, es preciso otorgar al acto de la escritura un tiempo en el curso de la vida cotidiana, siendo indiferente su ubicación, pues, como es conocido, hay escritores diurnos y nocturnos, y algunos que escriben a horas curiosas como, por ejemplo, nada más comer o almorzar, cuando a la mayoría de los mortales les viene la galbana que les lleva hacia la siesta.
Y otro tanto cabe decir del espacio cotidiano dedicado a la escritura, pudiendo variar desde la cocina hasta el cuarto de los niños pasando obviamente por un pequeño despacho o den, como dicen los norteamericanos. La cuestión es tener “una habitación propia” (Virginia Woolf, Un habitación propia, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1989) real o virtual donde poder desarrollar, generalmente en soledad, el proceso de la escritura.
Tales tiempos y espacios de escritura pueden variar según las disponibilidades personales, los compromisos profesionales o los deberes familiares, pero su reestructuración y reubicación es la garantía del mantenimiento de una labor continuada que es, a su vez, como se ha apuntado, la condición última de la creación.
Sin embargo, para el mantenimiento de una dinámica creativa no basta sólo con la disciplina, puesto que, en muchas ocasiones, surgen las interrupciones y los bloqueos, esos fenómenos que convierten a los escritores en plañideras obsesivas, y frente a los que sólo cabe una actitud que no es sino la de la paciencia.
Así, la paciencia se convierte en otra de las cualidades o habilidades que ha de desarrollar quien desea dedicarse a la creación literaria.